Recordar cosas que nunca pasaron

Ser testigos poco confiables de nuestras propias vidas tiene su encanto, en especial en cuanto a que nos diferencia de otras maneras de existir que hay en el mundo. Los animales no pueden recordar mal las cosas de la misma manera en que nosotros cambiamos consciente e inconscientemente lo que nos sucedió. La relación entre lo que recordamos y el error es intrínseca.

Si se lo piensa un poco, la memoria depende casi tanto del futuro como de lo que ha sucedido en el pasado. El tiempo y lo que esperamos que suceda en el futuro nos llevan a apreciar lo recordado con una luz que cambia los detalles, a menudo acentuando una sensación de pérdida de lo que ya no es. Además, mientras vamos interiorizando cosas nuevas en el día a día, se reacomoda el orden total de la memoria como camino entre lo que fuimos hasta quienes somos ahora, con lo que un recuerdo fácilmente puede cambiar su significado.  Quizás, el recuerdo que adquiere una nueva luz podría ser el de un amigo querido que ya no vemos hace tiempo, cuando no enteramos que ha estado pasando una mala racha últimamente. Pero también se puede imaginar la extrañeza que se siente cuando de pronto hacemos o decimos algo que nuestros padres hacían cuando crecimos.

El futuro tiene algo de espejismo en una carretera. Se espera que algo suceda; pero en su lugar son muchísimas las otras cosas que rebasamos a alta velocidades, y que a menudo se pueden observar mejor en los espejos retrovisores. Cuando era chico, recuerdo que veía a la promoción de mi colegio como gente enorme, y cuando llegué a esa edad no pude no sentirme decepcionado. Aún ahora, que ya tengo veintisiete años, siento que la imagen que tengo de mí mismo no coincide con los futuros que imaginaba, sin siquiera alcanzar la altura de quien debiera haber sido hace diez años, cuando terminé el colegio.

Soy consciente del error que cometo al mantener esa imagen que está atravesada, todavía, por como percibía el mundo hace mucho tiempo. Esta experiencia de un futuro que nunca se materializó está incrustada en algún lugar indefinido de mi memoria, y hace que intente volver al recuerdo para arreglar los detalles de la imagen, asegurando que responda a la realidad mejor que antes. Pero todo es en vano. Aunque la memoria cambia con el tiempo y el paso de nuestra mirada la distorsiona, la transformación no se según como se la desea. Su función no es la de ser un reflejo exacto del mundo. Cuando intento a aferrarme a una versión más real de algún recuerdo, siento cómo el recuerdo se escurre y se difumina al igual que una nube.

La vida, especialmente el futuro, acaban siendo bastante distintos de lo que esperamos. Me pregunto hasta dónde se podría alargar la cadena de inadecuaciones entre lo que sucederá y lo que recuerdo haber pensado que pasaría. Ahora mismo me entretengo imaginando que cuando alcance los sesenta, setenta, ochenta años, me voy a reír de lo que poco parecido que seré a la imagen que construí hasta entonces. Y, en esos momentos, espero que la idea de morir me sorprenda tanto como lo hace ahora.

Después de todo, es la ausencia de las cosas, su aparente lejanía, la que hace que la memoria se ponga en marcha. Se recuerda el sol antes de que salga igual que recordamos nuestros errores y las cosas que pensamos que pasarían y no terminaron por ocurrir. La experiencia nos dice que el sol saldrá de todas maneras. La experiencia también nos dice que probablemente estemos equivocados y que no sucederán las cosas que esperamos. La costumbre puede llevarnos a pasar por alto las cosas, olvidándolas. Mientras que su ausencia hace posible recordarlas, aunque también existe la posibilidad de que una ausencia demasiado acentuada lleve al mismo camino que la costumbre.

Alfredo Fogwill, en Los Pichiciegos, una novela sobre la Guerra de las Malvinas, relata cómo los soldados lograban sobrevivir al frío gracias al recuerdo del calor: “el que estuvo un tiempo en el calor puede aguantar más tiempo el frío (…) se acuerdan del calor sabiendo que el calor existe, que el calor estuvo, que puede estar todavía ahí, esperándolos”. El calor aparece por su ausencia. Es el hecho de que no está ahí, lo que permite la distancia pertinente para que sus contornos aparezcan. En cambio, cuando no está ausente, pierde sus límites y se traga todo: “al revés del calor, cuando llegas del frío (…), sigue un día, más días calienta y ya no se siente que es calor (…): es aire, es el mundo nomás (…), y ya nada te gusta, ni el frío ni el calor, ni el aire, ni vos mismo”.

Más allá de entender en términos morales lo que costumbre y ausencia le hacen a la memoria, y por lo tanto a la imagen que entendemos del mundo, me llama la atención la posibilidad de verlo como el equilibrio necesario para contar una buena historia. Fogwill reflexiona sobre la costumbre y comodidad en forma de calor que llevan al olvido, que al mismo tiempo es mezcolanza, pérdida de identidad. Pero también llama la atención sobre la capacidad que tiene el frío, entendido como ausencia, cuando alcanza su punto más extremo, para hacernos olvidar: “el que estuvo en el frío, siempre en el frío, olvidó (…), no tiene más calor en ningún lado, lo que puede calentar es el frío”.

En cualquiera de sus extremos, ausencia y costumbre, el olvido acecha. La memoria estabiliza entre ambos; por un lado, la vida cotidiana que nos sucede a diario; y, por otro, las cosas que nos hacen falta, ya sean las expectativas de lo que creímos que sucedería o lo que se perdió sin que lo esperemos.  La memoria necesita dar cuenta de ambos para tener sentido y poder contarse. Los detalles que se agregan a los hechos y que no necesariamente sucedieron, no hacen la historia menos real. Funcionan como ausencias que actúan por contraste acentuando los límites que  le dan un significado a los eventos.

Tim O’brien, otro escritor de guerra, en un libro llamado Las cosas que llevaban, que trata sobre soldados en Vietnam, dice que una verdadera historia de guerra es difícil de creer. O’brien dice: “si te la crees, sé escéptico”. Es una “cuestión de credibilidad”. Esto se debe a que “lo más loco es lo cierto y lo común no, porque lo común es lo que hace falta para hacerte creer en lo verdadera e increíblemente loco”. No todos hemos ido a la guerra. Es más, en proporción, casi nadie lo ha hecho. Pero creo que todas las personas tienen una historia importante guardada en la memoria que es difícil de contar porque es difícil de creer. Son historias que dicen algo acerca de nosotros, y ese algo está a la mitad entre esas imágenes que guardamos y no son reales y las cosas que en verdad sucedieron. La mía, es una historia que sucedió en un río y por más que intente contarla y llenarla de detalles para acercarla a una versión más verosímil, no logro transmitirla tal y como debería. Pero sigue siendo una historia importante para mí. Todos protegemos historias que tratamos de normalizar, pero que en el fondo son increíbles, y esas son las historias más importantes, aunque ya no sepamos diferenciar exactamente entre lo que sucedió realmente y lo que se fue agregando.

Volviendo al tema del calor, aunque en el fondo no estemos hablando de historias de guerra ni de calor, sino de lo importantes que son las cosas que recordamos sin que hayan sucedido, recuerdo una historia que cuenta Haruki Murakami. Se trata de la primera vez que él corrió una maratón. Lo hizo cuando tenía treinta y tres años y corrió la distancia que separa Atenas de Maratón, el recorrido por el que todos los demás eventos obtuvieron el nombre. Murakami había sido invitado por el gobierno griego y por una revista para hombres. Estaba invitado a escribir un artículo sobre Grecia, y él decidió que quería correr la maratón original. Sus anfitriones trataron de disuadirlo. El verano en el mediterráneo podía ser excesivamente caliente y seco. Pero Murakami no les hizo caso. Una vez llegado el día de la carrera, que realizó solo, todo comenzó bien. De hecho, los primeros treinta kilómetros tuvieron su dificultad debido al sol que evaporaba su transpiración antes de que pueda condensarse en gotas, dejándole una película de sal en la piel que le lastimaba al moverse, pero aun así estaba sorprendido con su buen desempeño. Fue pasado el kilómetro treinta y dos cuando empezó realmente a padecer.

Entonces, comenzó a rondar una idea por su cabeza. Al principio trató de alejarla del ojo de su mente para concentrarse en la vivencia de lo que tenía delante. Trataba de estar presente en la carretera misma, y solo pensar en el futuro como la meta. Pero la idea creció hasta ocuparlo todo: quería tomar una cerveza fría cuando termine la carrera. Al final, así lo hizo: Murakami llegó a la meta en Maratón y se bebió una cerveza. El problema fue que no estaba ni de cerca tan buena como la que había imaginado, casi unívocamente, mientras corría. Esto lo llevó a decir que: “no existe nada tan bello en el mundo real como las fantasías que alberga quien a perdido la cordura”.

No sé si eso realmente se limite a las personas que han perdido la razón. Murakami llegó a correr cerca de otros treinta maratones alrededor del mundo, en las próximas décadas, pero a ninguno lo recuerda tan duro y tan excrusciante como a ese primero, ni si quiera aquellos en los que tuvo que caminar porque los calambres lo obligaron. A través de sus experiencias, fue capaz de entender más cosas sobre correr maratones. Se trataba de elementos que en esa primera carrera ya eran evidentes, pero que no podía saberlo hasta poder contrastarlos. Por ejemplo, aprendió que los primeros treinta kilómetros siempre son los más sencillos y que durante esa distancia siempre piensa que podría superar sus marcas, pero es recién en los últimos kilómetros en donde una y otra vez se ve obligado a enfrentarse a otra realidad. En ese último tramo, siempre se cuestiona a sí mismo y se dice que debería dejar de correr. Cuando llega a la meta, su estado de ánimo cambia, y ya comienza a pensar en el próximo evento. Pero parte de lo que hace única a esa primera experiencia, es la cerveza que no se pudo tomar. Lo que al final no sucedió suele tener una fuerza especial en los recuerdos. Creo que no es algo exclusivo a la locura, sino que esas ausencias en verdad son capaces de delimitar de manera única nuestros recuerdos.

Por eso, me parece imposible pensar en ninguna otra forma de existencia que sea capaz de pensar en lo que no sucedió. Todavía más, quizás esto podría explicar la obsesión que tenemos en nuestro imaginario con las historias sobre viajes temporales en los que la realidad presente siempre está en peligro de perderse. Esa misma premisa se corresponde con la experiencia que tenemos de recordar. Al final, esas historias tratan de lo mucho que nuestros recuerdos pueden cambiar sin que suceda gran cosa, cuando simplemente los revisitamos.

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