No es chairo la vida, el dilema gastroexistencial de Don Eugesio

Cuentos en La Nube

Por M. G. Aramayo

Fingiendo ingenuidad socrática y rematando el ya claudicante ch’aqui, Don Eugesio se entrega de lleno a una pregunta que acosa su ser.

Es, sin duda alguna, una profunda decepción la que sorprende a Eugesio, y es, más aún, una corroboración de todos sus temores el hecho de caer en cuenta de la imposibilidad de comerse la idea del chairo. Le adviene al punto una desazón de tipo gastroexistencial.

Inclusive ahora, en pleno mediodía, con el sol cenital vertiendo sobre todo el patio de la pensión una luz acaramelada y el aroma floreciendo desde la chuwa de bordes de barniz reluciente, la pesadumbre es insoportable, el dulce drama, inevitable.

El dilema, cada vez más inextricable, es el siguiente: ¿Cuál es el significado del chairo?, ¿cuáles sus armonías ocultas, las correspondencias secretas entre cada ingrediente y el coeficiente metafísico de sus elementos? Si estas preguntas se ensamblaran en un pensamiento claro, producto de un discernimiento lúcido, entonces don Eugesio encontraría su tan deseado grial: el significado oculto de los alimentos y su escondido sistema mágico.

¿Acaso no es inevitable, en ese preciso momento, al llevarme tremenda cucharada desbordante a la boca, el hacerme una pregunta tan deliciosa como innecesaria?, ¿el hacer, en fin, aquella relación y ensartar ambas cosas, vida y chairo, en un mismo pincho? ¿Acaso hay algo más en este bendito refrán, algo que permanece velado en el misterio y cuyo descubrimiento merece tanto empeño y descalabro? ¿Existe acaso una manera oculta, más íntima, de aunar ética y estética en un bocado?

— ¡¿Acaso?!… –vocifera de improviso don Eugesio, notablemente excitado, provocando el sobresalto de su compañero de mesa, don Prudencio, y ganando la atención de Claudina, quien a todo esto le dedica un gesto contrariado desde la cocina.

Redirige su mirada al plato humeante, insistiendo en derivar de estas indagaciones, que aún cautivan su intelecto, una reflexión mayor. De súbito, entrevé el camino a seguir. Más allá del hechizo de coquetería que imagina, en alucinaciones, emanar de los ojos de Claudina, la cocinera, y a pesar de las risotadas sonoras y las imprevistas bromas de don Prudencio, quien así expresa continuamente el solaz que le inspiran sus extravagantes cavilaciones, su tarea consistirá en desarrollar un argumento lo suficientemente apto como para explicar tanto el sentido de la vida como el del chairo, nada menos, y esclarecer así el significado que nace de la insospechada unión de ambos: “No es chairo la vida”.

Rumia al sentir el sabor y el aroma amalgamándose en su boca y deconstruyéndose en una amplia paleta de tonos altiplánicos e ibéricos: ninguno de ellos se descifra aisladamente, ninguno se presta a análisis, sino que, más bien, rehúyen y dejan cogerse tan sólo en conjunto. Sin embargo, Eugesio no desiste, no sucumbe ni achuncha: ve el plato y, ante la impenetrable ambigüedad de los ingredientes que animan el chairo, su mente busca una imagen precisa, una que lo integre todo y dé solución a su enigma culinario.

Si de los nudos de cordero que inspiran este plato, si de la variada flora que le ofrenda su ser y conquista mi olfato, no puedo sino degustar y no así razonar, de algo irrefutable entonces deberé partir estando de ello seguro; que de triunfante misterio está hecho el chairo y que, ahora mismo, todo cuanto la vida contiene resplandece bajo el signo de lo absurdo.

De un modo abrupto, conforme a su carácter, don Eugesio empieza a vislumbrar una respuesta.

Con demasiada frecuencia se empantanan en dilemas sobre su linaje. Con demasiada facilidad también indagan en etimologías equívocas: chay runa, “aquel hombre”… Nada de esto acaricia siquiera el velo del misterio, con lo cual el arrojarle luces es todavía una posibilidad distante. Y, sin embargo, ahora que estoy ante él en actitud reflexiva, ante la interminable y circular concatenación de sabores que lo constituyen, me pregunto yo…

¿¡Pero qué carajos pues tendrá que ver el chairo con la vida!?… –desborda de nuevo.

— ¡La vida no es un chairo, por Dios!… –gruñe de manera inesperada don Prudencio a su lado, mostrando visible exasperación en su mirada– ¿Por qué no puede comer una vez tranquilo su almuerzo? Me cuece el hígado usted… ¡La vida es muy corta para estar al pendiente de sus arrebatos, hombre!

— La vida dice usted… ¡Nada menos! –repite azorado don Eugesio, quien ha abierto desmesuradamente los ojos y ahora, como sacudiéndose las miradas ajenas de encima para proseguir con sus pensamientos, vuelve el rostro hacia el plato que tiene ante sí.

¡Pero claro! La vida es, nada menos, un chairo. Ahora lo veo, pues es obvio que la vasta cantidad de ingredientes que lo caracteriza hoy en día no estaba ahí desde un principio, sino que antaño su caldoso ser tan sólo era constituido por un puñado de ingredientes, la papa, el chuño, la chalona. Una sencillez poética, potente. Ahora, sin embargo, con el pasar del tiempo, con estos nudos de cordero emergiendo cual islas, con las perlas verdes de arveja navegando aquí y allá, con las posibles habas, con el trigo, con los frutos varios de la tierra diseminándose en todo el líquido, el platillo se ha complejizado y enriquecido. Esa perfecta sencillez ha quedado atrás y la poética mítica de su origen se ha disipado y modernizado –y lo seguirá haciendo. Es, como quien diría, un sabroso ch’enko. Entonces, como símbolo de la intrincada modernidad, este caldo que tengo enfrente me invita a pensar la vida en términos de una sustancia de creciente y despiadada complejidad, la cual debe degustar con criterio y agrado. Quien entendiera que no es chairo la vida está claramente equivocado y de seguro experimenta su insípida vida con la misma indiferencia con que sorbe su sopa diaria.

Terminada su reflexión y vuelto su rostro a una desacostumbrada calma, voltea hacia su compañero de mesa y con tono dulce adereza la agrura de las palabras que le dirige:

— Don Prudencio, yo sé que, puesto en su humor vano, usted no entiende de sutilezas, pero, permítame dejarle en claro que el chairo es, efectivamente, vida y la vida es, a no dudarlo, un tremendo chairo, sólo que usted no alcanzará a verlo.

Don Prudencio se dispone ya a tomar la palabra y retrucarle, cuando Eugesio le desvía con serena ternura la mirada.

 — ¡Ají! Si le place, ¡oh, portentosa ch’askañawi!…–de pronto prorrumpe, dirigiéndose hacia la cocina– ¡Que es de k’aimas servirse la vida sin un par de ulupicas!

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Una respuesta a «No es chairo la vida, el dilema gastroexistencial de Don Eugesio»

Me encanta la idea de construcción y de construcción constante que se propone en el presente texto, ya que así allá de la comida o lo que represente para alguien, no seria más que algo sin símbolo o signo y menos significante si no abría quien lo come, ya que retroactivamente se podría plantear la posibilidad de existir por lo que afirmo que, si, es chairo la vida….pero. texto

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