Gitano

Diseño de portada: Valeria Torrico

Por Laurentina

Lo vio cargando una mochila que encorvaba su espalda y sintió inmediata atracción por él. No fue, como dijo su cuñada, ese encanto exótico que tienen los extranjeros lo que le había gustado, ni siquiera el acento del sur, ni la nariz roja quemada por el sol. Tampoco sus pies descalzos o aquellos tatuajes de sol y luna que tenía en los tobillos.

—Lo que pasa es que a ti siempre te gustan los vagabundos —le recordó Mercedes, ayudándola a tender la cama de una habitación mientras conversaban sobre el desconocido.

Los vagabundos y los buenos para nada. No lo podía evitar.

—Vas a ver que él es el bueno, mi intuición me lo dice —el hostal se mantenía en buenas condiciones gracias a ella y a Mercedes, aunque esta última veía innecesario hacer las rondas habituales cada día.

Era temporada baja y no tenían más que a una pareja de franceses y una venezolana hospedados en la planta baja.

—¿Y qué si no? No sabes ni su nombre, ni lo has vuelto a ver. Es probable que haya sido un hippie que vende manillitas y no tiene ni para sus porros. ¿Cómo te vas a conformar con tan poco?

“Meche puede ser cruel cuando se lo propone” pensó Ale –no se lo dijo, pero lo pensó-, evadiendo la mirada incisiva de Mercedes. Encogió sus hombros y, sin decir más, se marchó, con una tanda de sábanas blancas para lavar enredadas entre sus antebrazos.

El pueblo era pequeño, el hostal lo era aún más. Ale hubiera querido fantasear un poco más acerca del gauchito, charlar con alguien que no fuese tan pesimista como Mercedes. Pero, mientras los dueños estuviesen en la ciudad, solo existían ellas en medio de la desolación de esa casa antigua de dos pisos.

Su consuelo fue tener un poco de privacidad en el recibidor del hostal por la noche. Mercedes había cubierto los turnos nocturnos la anterior semana y ahora debía hacerlo ella. El “lobi”, así, mal escrito, era el único lugar en el hostal donde llegaba la señal del Wi-Fi de la pizzería que estaba cruzando la calle. Ale pasó las primeras horas de la noche chateando con algunos chicos que había conocido por Tinder. Cuando se aburrió, empezó a buscar videos de terror, solo por curiosidad, pues ella misma sabía que al mínimo estímulo nervioso era capaz de saltar, gritar y despertar a todo dios.

Cerca de las cuatro de la madrugada, cuando su energía estaba por agotarse definitivamente, las viejas campanitas de la puerta repicaron. Ale frotó sus ojos y observó que, frente a ella, estaba el muchacho de la mochila, limpiándose las zapatillas viejas en la alfombra de bienvenida del Hostal.

—Disculpá, me fijé que había luz. ¿Puedo arrendar una habitación por la noche?

La quijada de Ale cayó medio centímetro suavemente mientras sus labios se abrían. El desconocido tenía la voz tal y como ella se la había imaginado: melodiosa y seductora, como el canto de una sirena. Una sirena, en versión hombre y mochilero. Reparó en detalles como el pelo mal recortado, la barba descuidada e incluso pudo ver que le faltaban un par de dientes.

—Amiga, ¿estás bien? ¿Me oís?

—Sí —Ale tuvo que responder y pensar rápido. Podía, fácilmente, darle una habitación al muchacho y zanjar el asunto. Pero eso sería muy fácil. En cambio, repasó con las manos un cuaderno cualquiera sobre el mostrador y negó con la cabeza varias veces, esperando verse decepcionada. —No tenemos cuartos disponibles, joven, excepto uno. Pero es la suite presidencial.

—La suite presidencial —repitió. —¿Y qué tengo que hacer para quedarme a dormir en la suite presidencial? ¿Tan cara es?

Por muchas veces que hubo restregado sus zapatillas en la alfombra, al avanzar por el linóleo dejó huellas de barro con las que Mercedes tendría que lidiar al día siguiente. El joven se apoyó en el mostrador con ambos brazos y ensanchó su sonrisa de dientes incompletos para intentar convencer a Ale, como si hubiera adivinado los pensamientos que pasaban por su mente.

—Es más cara que los demás cuartos, casi el triple, y tiene que quedarse tres días como mínimo —mintió Ale con riesgo a morderse la lengua y que la humedad en las palmas de sus manos se extendiera por el resto de su cuerpo, mientras el extraño fuera acercándose más.

—Mira, linda, no voy a mentirte. Dinero no tengo —enseguida metió las manos en los bolsillos de sus bermudas y sacó el revés por completo, revelando tanto el vacío de los mismos como el tiempo que aquella prenda debió haber estado sin lavarse. —Comida tampoco, y no vendo drogas, antes de que preguntes —soltó una risa áspera que hizo vibrar los espacios de su boca en los que faltaban dientes.

—Me temo que no puedo ayudarte, entonces —respondió Ale, empezando a sentir más incomodidad que atracción.

—No he terminado, hay algo que puedo ofrecerte. Yo soy brujo.

Ale sintió ganas de reír, creyó que lo hizo por la reacción automática de sus labios al temblar ante semejante ocurrencia.

—Ya, en serio.

—De verdad, te digo —insistió el. —Si no me crees, cometerás un grave error.

—¡Brujo, a ver! Invéntate pues otra cosa —continuó Ale, creyendo que se trataba de una broma. El joven sonreía, pero su mirada atravesaba a Ale. Ella creía que finalmente había caído en el juego del coqueteo, como los muchos otros vagabundos y buenos para nada que decía Mercedes que ella atraía.

—Te advertí.

Él chasqueó los dedos frente a sus ojos y el mundo se tornó oscuro para Ale.

Al parpadear, el sonido de las campanitas de la puerta repicando la hizo reaccionar. Se frotó los ojos y observó frente a ella a un anciano limpiándose las viejas zapatillas llenas de barro en la alfombra del recibidor.

—Disculpá, me fijé que había luz. ¿Puedo arrendar una habitación por la noche?

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