Bicentenario: Celebrando las fronteras que nos dividen

Se acerca el Bicentenario de Bolivia y los discursos patrióticos empiezan a tomar las calles, los medios y las instituciones. Nos invitan a celebrar 200 años de independencia, de historia y de identidad nacional. Se planifican desfiles, monumentos, y la tricolor empieza a hondear en todo lugar. Pero antes de ponernos la escarapela en la solapa y de embanderar las calles, quizás valga la pena hacernos una pregunta incómoda: ¿qué estamos celebrando realmente?

Celebrar un Bicentenario implica, entre otras cosas, reafirmar los límites de un Estado-nación. Implica trazar una línea imaginaria que dice: “de aquí para allá no somos nosotros”. Pero esa línea no siempre fue tan clara, ni tan consensuada, ni tan justa. Lo que hoy llamamos Bolivia es un territorio que por muchos años fue habitado por pueblos que no conocían el concepto moderno de frontera. Sus vínculos eran transversales, basados en redes de intercambio, espiritualidad y parentesco que desbordaban cualquier mapa impuesto.

Más allá de las fronteras físicas y políticas, América Latina es una tierra de pueblos indígenas que han coexistido, resistido y transitado estas tierras mucho antes de que las fronteras nacionales fueran trazadas. Los aymaras, quechuas y muchos otros pueblos amazónicos siguen viviendo, hoy más que nunca, más allá de esas fronteras arbitrarias que dividen países y comunidades. Estas naciones, que no se ajustan a las normas de los acuerdos internacionales, nos recuerdan que nuestras realidades no son las de un solo país, sino las de una región de pueblos que siguen siendo parte del paisaje, más allá de la definición estatal.

Es importante reconocer que, si bien celebramos doscientos años de la creación de Bolivia como nación, esa nación nunca fue homogénea. Los pueblos originarios que habitaban estas tierras no fueron incluidos en esos acuerdos ni en esos pactos de creación de “fronteras”  y muchos de esos pueblos siguen viviendo, existiendo, resistiendo fuera de las fronteras políticas que dividieron el continente en piezas.

Sin embargo, la presencia de estas comunidades sigue siendo minimizada por las miradas chauvinistas que, lamentablemente, siguen prevaleciendo en muchos países de América Latina, incluidas Bolivia, Perú, Chile y otros. Esta visión no solo limita la comprensión académica de nuestras realidades históricas, sino que perpetúa estructuras de violencia, racismo y discriminación. En lugar de reconocer la riqueza y la profundidad de la diversidad cultural, seguimos encerrados en discursos que nos niegan la posibilidad de avanzar como sociedad.

Y aquí aparece otro peligro: el nacionalismo exacerbado, ese que hoy se disfraza de “defensa de la cultura” pero muchas veces termina promoviendo violencia simbólica, intolerancia e incluso censura. Un ejemplo reciente lo vimos con el escándalo en torno al convenio que el Museo Nacional de Etnografía y Folklore (MUSEF) planeaba firmar con la Embajada del Perú. Bastó que se anunciara la intención de colaboración para que un grupo de folkloristas —autoproclamados defensores de la patria— reaccionara con virulencia, acusando al museo de “traición”, argumentando que se pretendía entregar danzas al Perú, y exigiendo la cancelación inmediata del acuerdo.

Lo paradójico es que, la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia (FCBCB)- institución a la cabeza administrativa del MUSEF- cedió a la presión y canceló la firma, lo cual provocó el surgimiento de otro grupo indignado, que esta vez denunciaba la falta de institucionalidad, de visión cultural y de compromiso con la integración regional. Así, el museo quedó atrapado en una tormenta perfecta: entre la paranoia nacionalista y la exigencia de diálogo intercultural.

Imagen de Internet

Uno de los reclamos del primer grupo era que este convenio daría acceso a los peruanos a archivos del museo y que, con ello, este “robo cultural” seguiría adelante. Conviene recordar que los archivos del MUSEF están abiertos a todo público: bolivianos, peruanos, chilenos, chinos o senegaleses. No se necesita firmar ningún convenio para acceder a ellos. Lo que se buscaba era establecer lazos de cooperación, generar redes de trabajo, promover investigaciones conjuntas. Y, de hecho, no era la primera vez que se hacía algo así: el documento en cuestión era simplemente la renovación de un convenio anterior, gracias al cual llegaron especialistas internacionales a la RAE del MUSEF, sin que entonces nadie manifestara oposición.

Recién ahora aparece esta defensa exacerbada de la nacionalidad, en un momento político clave —las elecciones—, como si los símbolos culturales pudieran ser instrumentalizados para reforzar discursos de cierre identitario. Esta polémica no solo desinforma, sino que pretende sepultar años de trabajo del MUSEF, una institución que históricamente ha promovido y defendido las culturas locales. Muchos de sus críticos desconocen el enorme aporte que hace el museo, con investigaciones, publicaciones y productos culturales que alimentan la memoria colectiva.

En un país donde el presupuesto destinado a cultura es mínimo y muchas instituciones sobreviven a punta de alianzas, estas colaboraciones no son una amenaza: son una necesidad, y más aún en el ámbito académico y especialmente en el cultural.

¿De qué sirve defender las danzas como “nuestras” si no podemos garantizar ni su documentación, ni su preservación, ni su transmisión crítica y consciente? ¿Tiene sentido el orgullo folklórico si no va acompañado de políticas culturales reales y sostenidas?

Estas preguntas nos devuelven al Bicentenario. Porque si bien los festejos nos llaman a mirar atrás, lo urgente es mirar hacia adelante. Y hacerlo sin caer en una identidad encapsulada, temerosa del otro, obsesionada con los límites, enraizada en odios y resentimientos cada vez más fuertes. Y con esto, no solamente me refiero a las actitudes de bolivianos, sino también de peruanos, chilenos, argentinos y todos aquellos que han cerrado sus ojos bajo la bandera del tan mal utilizado “lo nuestro”.

Tal vez el Bicentenario no sea una fecha para inflar el pecho, sino para abrir los ojos. Para reconocer que el mapa que hoy abrazamos fue dibujado con sangre, con pactos, con silencios. Y que las verdaderas celebraciones no deberían girar en torno a fronteras, himnos y banderas, sino a los pueblos que resistieron a ser borrados, a las memorias que persisten a pesar del olvido, y a las luchas que siguen vigentes.

Porque si vamos a festejar, al menos hagámoslo con honestidad. No para repetir discursos huecos, ni para inflar símbolos patrios desvinculados de la realidad. Hagámoslo para cuestionar, para recordar lo que se ha querido olvidar, para imaginar nuevas formas de ser comunidad más allá de los límites impuestos.

¿De qué sirve defender las danzas como “nuestras” si no podemos garantizar ni su documentación, ni su preservación, ni su transmisión crítica y consciente? ¿Tiene sentido el orgullo folklórico si no va acompañado de políticas culturales reales y sostenidas?
Imagen de Internet

Una vez escuché una frase que me marcó de Elvira Espejo: “no somos bicentenarios, somos milenarios”.

Y tal vez ahí esté la clave. No somos únicamente hijos de 1825, ni de las gestas libertarias oficiales. Somos herederos de pueblos que entendieron el territorio como vínculo, no como frontera. De pueblos que sabían que la memoria no cabe en una bandera, ni la cultura en un decreto.

Quizás el verdadero festejo consista en eso: en recordar que antes de ser Bolivia, ya éramos y que después del Bicentenario, seguiremos siendo.

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