El 2024 concluye con un déficit en la estabilidad ambiental.
Bolivia, reconocida por su riqueza natural, enfrenta su mayor catástrofe ecológica del siglo XXI: incendios devastadores en la Chiquitania y otras zonas, deforestación descontrolada, contaminación de los ríos en la Amazonía y una aparente negligencia política frente a estas problemáticas. Este panorama de crisis climática nos recuerda los costos no solo en hectáreas de bosques destruidos, sino también en la calidad de vida, la pérdida de biodiversidad y un futuro cada vez más incierto.
Uno de los acontecimientos más devastadores del año fueron los incendios forestales. Sin embargo, el impacto no se limita a la destrucción inmediata del ecosistema. Estas llamas arrasaron con 10 millones de hectáreas de bosques, provocaron la desaparición de especies y contribuyeron al cambio climático con enormes emisiones de carbono. Lo más alarmante no fueron las llamas en sí, sino la indiferencia frente a ellas. La reacción del gobierno fue tardía e insuficiente, evidenciando un preocupante desajuste entre declaraciones y acciones concretas. Bolivia está perdiendo sus bosques a un ritmo alarmante, lo que representa la pérdida de una parte esencial de nuestro futuro. Los árboles no son solo un recurso; son guardianes del agua, reguladores del clima y hogar de una vasta biodiversidad. La deforestación acelerada, impulsada por un ‘modelo de desarrollo’ insostenible, no es más que el pan de hoy y el hambre de mañana.
No podemos ignorar la minería de oro, cuyas actividades ilegales y mal reguladas están contaminando ríos con mercurio, desplazando comunidades y devastando paisajes únicos. Frente a una demanda mundial inagotable, el sector necesita urgentemente frenar la mayoría de sus operaciones y adoptar normativas más rigurosas que equilibren la extracción con la protección del medio ambiente.
Otra situación preocupante es la influencia negativa de ciertos medios de comunicación, que han minimizado la gravedad del tráfico de vida silvestre. Al tratar este tema como algo anecdótico o secundario, con el objetivo de buscar viralidad en redes, desinforman al público, fomentan el mascotismo y reducen la presión social necesaria para combatir esta práctica que amenaza a numerosas especies en peligro de extinción.
El balance de este año nos revela que el cambio ya no es una opción, sino una urgencia. ¿Qué aspiramos y demandamos para 2025?
En primer lugar, acción política concreta y específica.
Es fundamental priorizar la salvaguarda del medio ambiente mediante políticas definidas y presupuestos adecuados. Esto incluye la prohibición de actividades extractivas en áreas protegidas, el monitoreo de actividades ilegales como el chaqueo, el desmonte indiscriminado, el tráfico de vida silvestre y las prácticas mineras destructivas.
En segundo lugar, un involucramiento más activo y prolongado de la población.
La protección del medio ambiente no debe ser responsabilidad exclusiva de gobiernos o activistas; debe ser un trabajo conjunto. Desde el consumo consciente de energía hasta la participación en acciones de rehabilitación y educación ambiental, es esencial entender lo que se pierde para protegerlo. Los ciudadanos pueden denunciar actividades ilegales y apoyar a organizaciones locales dedicadas a la conservación.
Finalmente, reavivar nuestro amor por la naturaleza.
El 2025 debe ser el año en que los bolivianos aprendamos a considerar nuestros bosques, ríos y montañas como riquezas que deben ser protegidas, no explotadas. Estas riquezas son la base de nuestro presente y nuestro futuro. Si algo nos ha enseñado este año es que debemos actuar, y que cada pequeño avance cuenta para proteger la naturaleza, no solo para nosotros mismos, sino para todas las formas de vida.
El 2025 marcará un nuevo inicio: el año en que conmemoraremos los 200 años de nuestra nación y la abundancia natural de Bolivia. Espero que lo hagamos con medidas concretas y eficientes, para el beneficio de las futuras generaciones y la estabilidad del planeta. Es ahora el momento de actuar y cambiar nuestras costumbres.