Existen algunas visiones sobre la vida y el universo que quizás en el mundo occidental no son tomadas muy en serio, aunque existen algunos pensadores, todavía marginales, que proponen entender los problemas actuales de la humanidad como algo mucho más profundo y existencial que una crisis económica, social o política. Se trataría de una crisis de integridad en un sentido muy literal: la perspectiva dominante lógico-racional estaría limitando nuestra visión de nosotros mismos a lo puramente perceptual y material, a lo verificable empíricamente; desplazando sistemáticamente el mundo interno al reino de las supersticiones e impidiéndonos percibir la unidad de las cosas.
Tratando de hilvanar juntas estas perspectivas aparentemente incompatibles, lo que intentaré en estas líneas es esbozar la importancia fundamental de mirar la dimensión interna de la experiencia humana para comprender nuestra crítica situación actual.
Primero, aproximémonos a lo que algunos han llamado “ego”. Todos pertenecemos a una familia con su historia, condicionamientos y reglas particulares, con un determinado sistema de valores y mitos comunes. Dentro de esta familia, nos ha tocado interpretar un rol que nos fue asignado o que elegimos. Construimos una personalidad, una forma de ser y actuar que nos identifica, y que inicialmente desarrollamos para hacernos un lugar en el mundo. Esta persona que creemos ser es el ego, es la máscara con la que nos mostramos. Independientemente de cómo se le llame, hay escuelas psicológicas que coinciden en que existe una versión nuestra que mostramos al exterior y que hemos adoptado como respuesta a nuestro entorno, particularmente al de la primera infancia.
Esta máscara deja de ser adecuada para las diferentes situaciones que enfrentamos después de la primera infancia, de forma que madurar consiste en, esencialmente, aprender a identificar y desembarazarse de estas estructuras condicionadas por circunstancias pasadas. Sin embargo, es frecuente que estos rasgos persistan a pesar de no ser adecuados, porque nos dan un sentido de identidad. Nos permiten decir “yo soy valiente”, “yo soy inteligente”, “yo soy fuerte”. Incluso una idea repetida aunque sea negativa, como “yo soy tonto”, termina siendo necesaria para construir una representación de mí mismo. El instinto biológico de supervivencia se traduce, en el ser humano, en la necesidad de aferrarse a esta autoimagen porque le da sentido a la realidad, me permite saber siempre quién soy y qué soy. Por esto, se siente siempre la necesidad de defender este sentido de identidad de las amenazas que pueden hacerlo tambalear.
Este hecho no es meramente psicológico y subjetivo, sino que le da forma a la realidad concreta. Las ideas fundamentales que sostienen este sentido de identidad son creadas a partir del medio social, y son compartidas con las personas de mi clan, de mi familia, de mi tribu. La existencia de estas ideas fundamentales, en forma de valores y mitos colectivos, le da solidez a mi visión de mundo, pues es más fácil defenderse y defender ideas en grupo, siendo éste el principio del hacer política. Nuestras creencias grupales determinan nuestros actos grupales, que a menudo tomarán la forma de una lucha por mantener control de la realidad, de neutralizar amenazas, de preservar nuestra forma de ver el mundo y habitarlo. De esta forma, el temor más profundo que experimenta el individuo a que su mundo cambie se ve reflejado en las instituciones por él creadas, con el solo propósito de ampliar sus posibilidades de control sobre su entorno. Para mantener estas instituciones es necesario un ego colectivo, una identidad grupal con sus propios mitos fundacionales.
Aunque la identidad de grupo puede crear cosas maravillosas, los mitos que la sostienen pueden prolongar traumas, y el temor a las amenazas percibidas puede ser instrumentalizado por líderes carismáticos cuya habilidad para conectarse con el sentir del grupo termina demasiado a menudo en etnocentrismos virulentos y totalitarismos. En el mejor de los casos, la cristalización de esta identidad de grupo en la figura del líder y de una bandera nos lleva a ignorar sus errores y contradicciones para preservar los mitos. La doble moral, inevitable en este contexto, nos hace rápidos para el juicio del grupo “amenaza” y para ignorar los errores propios. Ésta no es una causa menor de las disfuncionalidades y de la corrupción de los gobiernos y de las organizaciones. Por ejemplo, el razonamiento de “roba pero hace” revela que en nuestro esquema de la realidad, nuestro complejo de subdesarrollo considera que la corrupción es un precio justo a pagar por el “progreso”, sea lo que sea que esto signifique.
En fin, la política centrada en el ego nos obliga a perseguir ideas abstractas más que observar realidades concretas. Nos fuerza a atrincherarnos en un perfil de lo que creemos ser para atacar a quien encaja en el perfil de quien creemos que nos quiere atacar. Nuestra motivación para actuar son las emociones más que las visiones sobre un futuro posible, y eso los líderes políticos lo entienden muy bien. Como la encarnación de la emoción colectiva, estos líderes no necesitan sino apelar a una emoción o mito colectivo para movilizar apoyo y evitar hablar con honestidad acerca de los problemas que enfrentamos como sociedad, para atacar al rival político, para victimizarse y evitar rendir cuentas, o simplemente para aferrarse al poder a toda costa.
El ego no es intrínsecamente malo, pero sí es algo de lo que se debe adquirir conciencia. Esto es tan sencillo como observar los impulsos en lugar de ceder a ellos mecánicamente. Es tan sencillo como nombrar lo que se va experimentando y detectar la forma en que tratamos de reaccionar a esa experiencia basándonos en condicionamientos obsoletos. Es tan sencillo como comprender que todos los actos humanos tratan, muy esencialmente, de responder a dos pulsiones: la aversión o el apego. Así, reaccionamos constantemente de forma compulsiva a los inevitables momentos de incomodidad y pérdida, aferrándonos a ese ego, buscando promesas de seguridad a pesar de la naturaleza siempre cambiante de la vida y el universo. ¿Se imaginan una sociedad capaz de identificar sus traumas, sus compulsiones, los mitos que sustentan los aspectos disfuncionales de su propia identidad, y permitirse crecer? ¿Se imaginan una sociedad suficientemente consciente de sus capacidades intrínsecas de realización, tanto que deja de buscar seguridad en un consumo vacío y depredador? ¿Se imaginan una sociedad con tal capacidad de autocrítica que reconoce la necesidad de diálogos profundos y nuevas instituciones para resolver las injusticias, en vez de Estados policiacos y castrantes?
Yo soy un convencido de que podemos ser esa sociedad. Podemos permitirnos crecer. Podemos buscar la verdad y entablar conversaciones incómodas. Podemos entender que hay muchas versiones de esa verdad. Pero lo que es claro, es que ningún político ni poderoso ha demostrado interés alguno en permitir que tal sociedad florezca, pues eso les obligaría a reinventar su liderazgo, renovar su discurso y ser interpelados. Por lo tanto, la esperanza yace en nosotros mismos como individuos, como grupos, como especie, como seres capaces de consciencia. En ese sentido, quizás el aprendizaje más valioso de esta contemplación es darnos cuenta de nuestra orfandad y del abandono de los poderosos. Esto quiere decir que establecer una relación abierta y honesta con el mundo depende solo de nosotros.