El baile de los insomnes

El baile de los insomnes

Por Sergio Mendoza y Yenny Escalante

A San José de Uchupiamonas se llega en coche tras casi cuatro horas de viajes desde Rurrenabaque o navegando en bote nueve horas sobre el río Beni y después el Tuchi. Está en la Amazonía boliviana, en el corazón del Parque Nacional Madidi. Esta noche, 30 de abril del 2024, víspera del aniversario del pueblo indígena, los lugareños y visitantes (distantes y no tanto) se encuentran bailando al frente de la iglesia del santo patrono. El cantante sostiene una cerveza en su diestra mientras estira la voz, y el tecladista lo acompaña veloz con una quebradita.

Las autoridades locales instalaron unos parlantes en el pórtico del templo, sacaron las banquetas de madera y las colocaron en semicírculo como mirando a la imagen de San José. El pueblo cumple 408 años desde que los españoles los colonizaron en 1616 e instalaron unas cruces por los caminos que acceden a él, en señal de paz y conquista, después de unos primeros encuentros belicosos.

Las parejas saltan marchando al ritmo de la música, beben cerveza, chicha, vino y singani. Cuando llega la medianoche se detienen y se acomodan en las banquetas. El tecladista pone el modo trompeta y empieza con “Las Mañanitas”, los fuegos artificiales pitean desde la plaza principal, justo al frente, la única plaza de esta pequeña aldea de siete por cuadro cuadras. Chisporrotean e iluminan con colores los rostros de los asistentes.

“Levántate San José, mira que ya amaneció…”, cantan en coro. Poco después de dar inicio oficial al cumpleaños del pueblo, 1 de mayo, la música moderna será interrumpida de nuevo con la llegada de la comparsa de Zampoñeros. Vienen con camisas, matracas, y sombreros de colores. Su presencia da un giro al ambiente, pasando del estilo ranchero a uno autóctono, podría decirse que más suave, pero a la vez más intenso. Algo tiene la melodía de estos instrumentos sin cables que acelera los latidos y los pies, como si en medio de la noche el DJ pusiera una cumbia sabrosa. Los parlantes dejarán de sonar, quizás a las 4:00, pero las zampoñas, bombos y tambores no se detendrán sino hasta las 7:00, cuando la luz del sol aclare la espesa jungla y obligue a los comparsistas insomnes a buscar refugio en alguna casa. Pero el silencio, característico de este recóndito pueblo durante la mayor parte del año, no regresará; a eso de las 7:00 comienza el karaoke en la casa que ya todos conocen.

Sombreros de la comparsa de Zampoñeros. Foto: Sergio Mendoza.

Doña Isabel, la mujer en cuya casa nos quedamos, y donde también llegó el alcalde de San Buenaventura (municipio en el que se encuentra San José), afirma que será así toda la semana (hoy es miércoles). A su hijo, de unos 17 años, sólo lo vemos en la cena, cuando acude al comedor para llenar la barriga y aguantar toda la noche en vela, bailando en otra comparsa: los Machu Machu, quienes llevan pantalones bombachos, botas, máscaras de ancianos con gruesas cejas blancas y narices exageradamente aguileñas, sombreros blancos con una pluma gris parada y cintas de colores al viento.

Las comparsas son lideradas por «los capitanes», quienes hacen una promesa ante la cruz del Cristo, sea por uno o más años. Las inician, las renuevan, o las concluyen en la Fiesta de la Cruz, el 3 de mayo.

Esta mañana del 1 de mayo, después del desayuno y antes del almuerzo, la gente se reúne en la misa. La iglesia se ha convertido en un horno con su techo de calamina y sus paredes de ladrillo. El sudor chorrea por las camisas de los hombres y las blusas de las mujeres, quienes se abanican con lo que pueden. Después de la bendición sacan al santo en su trono para dar la vuelta la plaza y detenerse en las cuatro esquinas, cada una con una cruz rústica de madera insertada en la tierra.

San José es un poblado antiquísimo que aún conserva vivas sus tradiciones y una fuerte herencia católica por las misiones de franciscanos. La leyenda cuenta que los indígenas descienden de una nación nómada que habitaba la región mucho antes de la llegada de los españoles y su religión. El idioma nativo se ha perdido, y hoy en día se habla el español, el tacana, el quechua, y el inglés.

A inicios del nuevo milenio, ecoturismo salvó al pueblo de un éxodo por las precarias condiciones en las que se encontraba la gente: sin servicios básicos, salud, ni educación más allá de la primaria, y con pocas alternativas de desarrollo económico. Pero el surgimiento del conocido Albergue Ecoturístico Chalalán marcó un nuevo modelo de generación de ingresos, alejado de la caza, la extracción de madera, o la minería intensiva, que tanto daño causa al medioambiente en los bosques cercanos. Así, muchos indígenas aprendieron a hablar el inglés para tratar con los turistas que vienen desde el extranjero.

El quechua les llegó con el avance del imperio incaico hace ya varios siglos. Cuentan que abrieron un camino desde Apolo, un poblado a casi 70 kilómetro de distancia atravesando pantanos, ríos, montañas y selva. Un recorrido que algunos todavía conocen, como el esposo de Isabel, nuestra casera, quien suele ser contratado como guía para turistas dispuestos a caminar tres semanas por la jungla, realizando un trayecto similar al del famoso israelita Yossi Ghinsberg, quien en 1981 se extravió en esta zona y apenas sobrevivió para contar su historia.

La comparsa Machu Machu descansa después de su entrada. Foto: Sergio Mendoza.

Uno de los que impulsaron el proyecto Chalalán fue Freddy Limaco, quien en este aniversario del pueblo es “alférez mayor”, un devoto en cuya casa se vela el anda (pedestal en el que se transporta al santo) los días previos al 1 de mayo. Allí llegan con su música las tres comparsas: los Zampoñeros, los Machu Machu, y los Kallawayas. Desde el lunes 29 de abril estos grupos se entregan a la ardua, pero divertida labor, de amenizar las noches del pueblo y también parte de sus días.

Ahora, mediodía del miércoles, el alférez mayor ofrece un almuerzo para los visitantes en una larga mesa en el patio de su casa. Las bandas de las comparsas deleitan a los comensales con su música antes de reiniciar su festivo peregrinaje por las casas de los “alféreces menores”, quienes también se encomiendan al patrono del pueblo para recibir sus bondades.

Ellos también ofrecen trago y comida. La última comparsa que abandona el hogar de don Freddy, cuando la mayoría ya ha dado fin al guiso de pollo, es la de los Kallawayas, quienes llevan varas de madera, chalecos con diseños rojizos, sombreros idénticos al de los dos otros grupos, y bolsones tipo chullpas cruzados al hombro. Éstos son liderados por una especie de coloridos kusillos.

Se van balanceando sus varas, mujeres, niños, y algunos hombres jóvenes. Los niños irán desapareciendo conforme caiga la noche, quedándose sólo los más grandes para una nueva velada de tamboreo e instrumentos de viento.

«Antes eran hasta 30 alféreces menores, ahora son 12 o 13», dice don Freddy. La economía en estos tiempos no ayuda, comenta, y para alimentar e hidratar a los bailarines hacen falta recursos.

Comparsa de los Kallawayas, en su entrada ante la iglesia de San José. Foto: Yenny Escalante.

El sol se oculta detrás de los verdes montes, los insectos comienzan a cantar, los murciélagos salen de sus escondites y puedes verlos cuando atraviesan los faroles. Está despejado, las azules estrellas brillan en el fondo oscuro. Una suave brisa mueve las banderas anaranjadas con letras negras que dicen “Pueblo Indígena San José de Uchupiamonas Parque Nacional Madidi”. La más grande ondea en el mástil de la plaza, pero el resto de las casas también están decoradas con este emblema. Las puertas de la iglesia se quedarán abiertas, con el santo atento a que pase alguna de las tres comparsas. Cuesta pensar que en un pueblo tan pequeño los bailarines casi no se cruzan y a veces se pierden por buen tiempo, como si se adentraran en la selva con su música.

Los alféreces encienden velas en sus salones de tierra apisonada y las colocan al frente de “sus banderas”: símbolos o imágenes religiosas sostenidas por cañas, como estandartes, apoyados en una tela blanca.

Las parejas y jóvenes que buscan diversión y que no forman parte de una comparsa simplemente se unen detrás de ellas, como si éstas fueran discotecas móviles, las siguen por donde vayan, sobre todo cuando están cerca de una casa donde se armará la fiesta con su llegada y los alféreces sacarán la comida y la bebida.

En una de las viviendas próximas a la plaza del pueblo tres hombres se encuentran en un salón tomando singani y fumando. Por su ropa se sabe que son de la comparsa Zampoñeros.

«Cuando oscurece yo ya no voy con ellos porque no veo bien y puedo caerme en algún hueco», me dice un anciano que se aproxima a los 80, pero bebe y fuma como uno de 20.

Baile en la casa de un alférez menor, mientras la comparsa de los Machu Machu descansa. Foto: Sergio Mendoza.

La calma es interrumpida por la música de los Machu Machu, que se aproximan e ingresan a la casa del vecino. Se acomodan en las banquetas alrededor de la bandera púrpura con una cruz al centro. Ellos, que no tienen que estar afanados como los músicos, aprovechan para fumar y mascar coca, tomar vino o cerveza, o un trago tradicional elaborado con la corteza de un árbol. Las mujeres de la vivienda entran y salen de la cocina, preparando la comida para sus invitados. Las parejas que venían siguiendo a la comparsa ocupan el centro del salón y bailan al compás del bombo, las flautas y los tambores, bajo la pálida luz del foco que cuelga desde la calamina.

Un anciano sirve el trago especial a los que están sentados, rengueando se mueve con un vaso de plástico y una botella de alcohol caimán en la que ha insertado el líquido marrón. Me mira de cuclillas en el piso y me acerca un vaso a la mitad. Yo dudo por un momento, no sé si es alcohol puro así que pruebo un pequeño sorbo para evitar la quemazón. No, no es tan duro como un caimán, aun así está fuerte.

«Apurá, tomá», ordena el viejo impaciente.

«¿Seco?»

«Todito»

Un estandarte se vela en la casa de un alférez menor. Foto: Sergio Mendoza.

*“Esta investigación fue realizada con el apoyo del Fondo Concursable de la Fundación para el Periodismos (FPP) en el marco del proyecto Periodismo de Soluciones, con el respaldo The National Endowment for Democracy (NED)”

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