Siempre que llegan las fiestas de fin de año uno se pone más sensible, parece que en unos pocos días queremos sentirnos plenos, acercarnos más a nuestra gente querida, ser amables con las personas que se cruzan en nuestro día a día. El año se acaba y lo queremos terminar “bien”.
Asimismo, solemos hacer un balance del año en el que, por lo general, aparecen primero en nuestra memoria los episodios más dolorosos o más difíciles que pasamos en estos casi 12 meses. El recuento de los daños.
Hasta mis 18 años, lo único que esperaba era que llegue el 1 de noviembre, pues justo para Todos Santos terminaban las clases en el colegio y la Navidad estaba cerca. Ahora, al igual que una gran mayoría, siempre hago una especie de inventario mental. El de este año lo comparto con ustedes.
Los primeros cuatro transcurrieron sin ninguna novedad. Para el quinto mes del año me sorprendí con la noticia de que el familiar de una persona muy querida pasaba por una enfermedad grave. Pasaron semanas y semanas hasta que finalmente supimos la verdad. Un día, mientras nos escribíamos, me envió un mensaje: “No sé qué haría sin él”. Se me congeló el corazón y no supe qué hacer, sólo darle fuerzas. Meses después, la enfermedad fue controlada y actualmente un tratamiento mantiene de pie a esta familia.
A finales de junio me quedé sin trabajo. Si bien lo veía venir, la realidad fue más difícil de lo que se podía imaginar. Después de 12 años de una labor constante y sin pausa tuve que frenar en seco, sacudirme y pisar una realidad que jamás había pensado.
En julio comenzaron las despedidas. Mi hermano se fue a vivir fuera de La Paz y en pocas semanas se van mi cuñada y mis sobrinos. No me gustan las despedidas y menos tener que distanciarme de mis seres queridos, pero tocó.
Desde agosto estoy dentro de un proceso legal al cual tuve que entrar para buscar justicia por mis derechos y los de otras decenas de personas más. No hay día en el que no piense en eso, algunos con esperanza y otros con resignación.
En mi recuento anoto los sucesos que me marcaron este 2023, pero seguramente habrá quienes la pasaron peor. Hay problemas, enfermedades, preocupaciones, distanciamientos y otras tristezas que duelen más. Y precisamente decidí escribir sobre mi recuento porque siempre podemos sacar lecciones que no necesariamente tienen que ser positivas, mas sí aprendizajes de vida.
El hecho de ver a una persona tan querida sufrir por la enfermedad de su familiar es doloroso, pero -por otra parte- confirmé que es un ser humano fuerte, invencible y me enseñó que el amor se fortalece y se demuestra en las peores situaciones.
Después de perder un trabajo es lógico sentirse hasta destrozado, pero en este tiempo he aprendido a llevar esa desazón conmigo mientras intento reinventarme de a poco. Veo a otros amigos cómo se han parado de nuevo por sus familias y han seguido adelante, pese a todo. Su entereza y decisión les ha permitido seguir caminando erguidos por este camino y eso es digno de admirar.
Mi hermano y yo hemos encontrado otras formas de vernos, de sentirnos y de mantenernos al tanto de todo. Hemos encontrado con mi familia una nueva manera de amarnos a distancia, nos hemos unido más, aunque estemos separados. Aprendo de amigos que están a miles de kilómetros de distancia y siempre mantienen contacto directo con sus seres queridos. A ellos también los admiro porque viven aun con el corazón partido.
Este año me enseñó a que hay que disfrutar los momentos, hacerlos eternos y así nunca los perderemos. El recuento de los daños no es tan malo, nos enseña a sacarle siempre una lección porque, como seres humanos, tenemos que aprender a acomodarnos una y otra vez, y a encontrar nuevas maneras de vivir.
Y no siempre el recuento tiene que ser de daños. A veces basta que un rayo de luz se asome de nuevo a tu vida para sorprenderte y para que sea el contrapeso necesario para decir, en resumen, que el año no fue tan malo.
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