Ave María Purísima

Por Miguel Ángel Ortiz García

Hoy, como cualquier domingo, se te acerca un párroco y te pide confesión. Observas con detenimiento el rostro de aquel hombre: parece nervioso, está pálido y le tiemblan las manos. Como vicario, aceptas la solicitud sincera del joven sacerdote:

— Ave María Purísima

— Sin pecado concebida. Perdóneme, Padre, porque he pecado

— Cuéntame, hijo, ¿qué pecado has cometido?

El hombre comienza su relato:

“Lolita, la parroquiana que canta en el coro de la misa los domingos, me miraba con concupiscencia. Yo le pedí que no me mirase así, puesto que le entregué mi vida al Señor, también porque no era un buen ejemplo para la comunidad si llegasen a pensar que estábamos cometiendo pecado.

Pensé que la muchacha había comprendido el mensaje. Sin embargo, ella comenzó a mirarme con ternura y admiración. Yo lo tomé como un interés genuino en conocer los santos misterios de nuestra amada Iglesia.

Lolita comenzó a buscarme después de cada misa para que pudiera explicarle una vez más la homilía. Con gusto, accedí a hacerlo puesto que nunca venía sola, hasta hoy. Por la mañana, Lolita se acercó más de lo necesario hacia mi banca. Dijo que quería confesarse y que por ello no la habían acompañado sus amigas de la facultad. Obviamente, como manda nuestra vocación, acepté inmediatamente a escucharla, allí mismo, sin necesidad de ir al confesionario.

Desde que cambió su manera de observarme, añadiendo el interés por aprender más sobre Nuestro Señor y la sana doctrina de la Iglesia, yo comencé a sentir muchísimo cariño por ella y, rezando el santo Rosario, todos los días pedía por su vida.

Su interés por el sacramento de la confesión me inflamó el corazón al punto que no pude predecir lo que vendría después. Ella se abalanzó sobre mí. Apenas sentí la humedad de sus labios tibios y carnosos inmediatamente mi cuerpo reaccionó contra mi voluntad, el corazón me comenzó a latir de manera desorganizada y sin control sobre mí mismo el resto de mi cuerpo reaccionó. Ella, percatándose de lo que me estaba ocurriendo, intentó aprovecharse. Con un salto logré incorporarme y pedirle que se fuera, señalando la cámara parroquial que tenemos en el templo. Sólo Dios sabe lo eternos que fueron esos segundos en mi vida. ¡Gracias al Señor que su encuentro no fue en el confesionario donde no tenemos ninguna vigilancia! Pienso yo, que fue eso que la detuvo por la gracia de Dios.

Padre, mi pecado es gravísimo. Fallé con el sacramento de la Reconciliación, prácticamente empujé a una parroquiana a irse fuera del templo. No sé me ocurre qué podrá estar pensando ella ahora y tampoco si este incidente la llevará a alejarse de la Iglesia. Lo único que sé es que cometí el pecado contra la caridad y también pecado de adulterio, puesto que no pude evitar que mi cuerpo reaccionara con deseo.

Le pido me perdone y me conceda el cambio de parroquia. No quisiera que mi conducta pudiera dañar a la comunidad”.

Como vicario, llevas muchos años en el servicio a las familias y a los sacerdotes. No es la primera vez que escuchas una historia así. Sin embargo, y en esta ocasión, el consejo que sueles dar no podría servirle. Tienes frente a ti, a un hombre asustado de sí mismo, un hombre que desea fervientemente continuar su vocación pero que teme caer en el camino. Te conmueve, le das la absolución y le concedes el cambio de parroquia. Lo abrazas y le recuerdas que es humano, que todos los humanos sienten y desean, que esa realidad no desaparece al haber elegido esta vocación, pero que cada vez que se encontrase en una situación de incerteza, cogiese el Rosario y pidiese con fervor para que Dios, que es infinitamente bueno, le conceda el don de castidad y lo guíe por el camino con serenidad y mucha sabiduría para no verse envuelto nuevamente en un caso parecido.

El muchacho te dirige un fuerte abrazo y se despide tranquilo, contento y promete apretar fuertemente las cuentas del Rosario cada vez que se sienta confundido. Te sientas y mientras lo observas alejarse, renace en tu pecho el calor, las primeras miradas, los encuentros a escondidas, las huidas alegres a lugares remotos junto a aquella “Lolita” de tu juventud, la que tuviste que olvidar para continuar con la vocación que habías elegido. Te preguntas a ti mismo “¿habré escogido mal? ¿qué será de ella?”. Inmediatamente coges el Rosario y aprietas fuertemente cada cuenta, cada Ave María y le ruegas a la Santísima Virgen que te acompañe en el camino para no mirar atrás, para no transformarte en estatuilla de sal.

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Una respuesta a «Ave María Purísima»

Me gustó mucho el cuento porque en él se reflexioona que la vocacióny la entrega a Dios es más fuerte que la debilidad de todo ser humano. Felicidades por tu inspiración mi amado hijito.

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