La era del caos

En este mundo lleno de problemas, abundan los reclamos por soluciones, y con justa razón: toda agenda política parece siempre revelarse como una serie de acciones limitadas, parciales y mediáticas que apenas logran mitigar alguna urgencia, pero se muestran claramente insuficientes para hacer que la sociedad perciba un sentido y una dirección. Yo sostengo que eso se debe a que ninguna agenda política se está construyendo sobre una lectura adecuada del desafío al que nos enfrentamos, así que seguimos tratando de hacerle frente con herramientas de otros tiempos.

Por eso, antes de plantear soluciones, creo, hay que dedicarle mucha más atención y energía a la interpretación de este mundo y de sus problemas, a la comprensión profunda de este momento que bien podría ser descrito como caótico en todo sentido y escala. El caos, entendido como un estado de desorganización, desestructuración e impredecibilidad, tiene en este contexto varias manifestaciones: el relativismo extremo por el que todo puede ser verdad, el exceso de información repartida en microversos algorítimicos y desconectados entre sí, la falta de fe en las instituciones en las que se había confiado la dirección de los asuntos comunes, la pereza intelectual maximizada por el progresivamente mal uso de la inteligencia artificial, los evidentes límites sociales y ecológicos con que se está topando la religión hegemónica del crecimiento económico…

Al respecto, me he encontrado con algunas ideas de que parecerían coincidir en un pensamiento: lo que entendemos como caos no solamente es inevitable, sino que es potencialmente un poderoso principio de transformación. El caos es inevitable porque el tiempo es irreversible y los sistemas cerrados no existen en la realidad. Esto quiere decir que siempre, en todo sistema complejo como la sociedad humana, existirán percolaciones, fluctuaciones, bifurcaciones, estados posibles no determinados: una permanente tendencia a la falta de orden.

Traduciendo esto a la lectura de la realidad, no hace falta más que repasar la historia de cualquier país, cualquier sociedad, de la humanidad misma. Se nos revelará con claridad el hecho de que las grandes transformaciones surgen como reacción ante la evidente incapacidad de un determinado sistema para permitir la realización de un potencial: Europa conquistó el Nuevo Mundo porque su continente no podía contener el crecimiento demográfico y la potente capacidad creadora del naciente capitalismo; las repúblicas liberales nacieron porque el poder hereditario monárquico no era compatible con la dinámica emergencia de la nueva clase burguesa; las guerras mundiales dieron fin a la imposible coexistencia de numerosos imperios coloniales y nacionalistas.

Cada una de estas transformaciones resuelve un conflicto creando la ilusión de ser la respuesta definitiva, tratando de imponer la idea de que se llegó al fin de la historia: “todos los problemas que surjan serán resueltos dentro del sistema que acabamos de crear”. Pero, en realidad, cada una de estas grandes transformaciones está creando sistemas mayores de relacionamiento, tejiendo redes y conexiones más grandes, generando nuevos desequilibrios y nuevas contradicciones derivados de su propio éxito como sistema, extendiendo pero a la vez dislocando e hibridizando su propio poder siempre creciente. Cuando estos “errores” del sistema se hacen evidentes e imposibles de ignorar, se hace consciente este estado de caos y se llega al umbral del cambio.

Creo que nos encontramos justamente en ese momento en que es evidente que muchas cosas están mal, pero seguimos tozudamente empeñándonos en aplicar lo que hemos intentado hasta ahora. Al ser evidente que el sistema no dispone de los mecanismos para arreglarse a sí mismo, el miedo a la falta de respuestas nos empuja a aceptar soluciones simplistas o a creer en personajes salvadores que prometen algún tipo de orden o restauración, de retorno a un momento inexistente en que el consenso funcionaba o de invención de un nuevo régimen mágico y eficaz. Estos personajes muy poco entienden del mundo que habitamos.

Ahora bien, tenemos otra posibilidad, que es aceptar la ineludible caducidad de nuestros actuales modos, lo que requiere primero asimilar una verdad categórica: simplemente no sabemos cómo será el mundo en un par de décadas. Pero a diferencia de los anteriores umbrales de transformación en la historia humana, hoy tenemos una ventaja: somos conscientes de esta incógnita y, por lo tanto, tenemos la posibilidad de abrazar la incertidumbre e imaginar maneras de navegar el cambio.

¿Cómo hacerlo?

Primero, comprenda la inevitabilidad de la transformación en ciernes. No encontraremos estabilidad con un cambio de presidente, ni de leyes, ni de diputados, ni con un nuevo sistema de impuestos o con aranceles comerciales más “justos”. Entérese de la profundidad, multicausalidad e intricación de las grandes amenazas que acechan a la civilización humana hoy en día. Puede usted googlear contenido sobre autores que estudian la situación desde diferentes perspectivas: Kate Raworth, Andreas Malm, Wendy Brown, Kohei Saito, por mencionar algunos. Hable con profesionales académicos transdisciplinares que trabajen en ciencias sociales o ambientales, o mejor: con filósofos. Vea contenido de divulgación científica en las redes. Particularmente, me gustan los canales de YouTube de Sabine Hossenfelder y de Adam Levy. Desde las ciencias sociales y en nuestro idioma, el canal de Roxana Kreimer es muy rico en análisis de pensamiento político y crítica a las instituciones. En fin, encuentre usted sus propias recomendaciones, pero entérese de la complejidad y urgencia de la situación.

Después de este concienzudo estudio, seguiremos hablando sobre navegar el cambio en mi próxima columna.

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