Hay en este momento una catástrofe en plena ocurrencia: el fuego devora millones de hectáreas en la Amazonía en una magnitud que es, muy literalmente, imposible pasar por alto, pues sus efectos se ven con los propios ojos y se sienten en los propios pulmones.
La indignación y desesperanza también son muy palpables, tanto que la atención pública se ha dirigido a algunos fenómenos que suelen estar convenientemente en la sombra, aunque aun así esta situación tiene muchas más aristas de las que se han mediatizado. Esta gravísima cuestión se compone de numerosos factores sobrepuestos y entrelazados en diferentes capas, de manera que todo análisis que se haga en profundidad sobre el tema perderá amplitud. Es decir, que si se indaga en la dimensión económica del problema se encontrará la colisión de intereses muy poderosos vinculados al agronegocio, al lavado de activos y a la banca y su permanente deseo de ampliación de operaciones. Pero este análisis económico probablemente omitirá la dimensión histórica, que permitiría descubrir otro género de tensiones relacionadas con reclamos legítimos (en principio) sobre el oligopolio de la tierra y con necesidades de desarrollo. Igualmente, existe una dimensión geopolítica mucho más oculta, cuyo estudio revelará intereses en la sola consolidación de la dependencia del país a través de la inversión en infraestructura y en la cercanía estratégica a los grandes depósitos amazónicos de minerales. La depredación aurífera en el norte paceño es apenas una muestra de lo que podría acaecer a largo plazo, aunque ya permite adivinar el rostro del nuevo imperialismo al que obviamente me refiero.
Hay suficiente material investigativo y periodístico producido alrededor de la deprimente situación medioambiental y los múltiples fenómenos que nos han traído hasta este punto, y no pretendo exponer un análisis especializado sobre ninguno de ellos. Lo que trato de hacer es evidenciar el carácter complejo y sistémico del desastre ambiental, así como de todos los otros problemas que están eclosionando y desnudando nuestra indefensión y, casi podría decirse, fracaso como proyecto de nación.
Sin embargo, algo positivo se ha producido a partir de esta coyuntura: la indignación se ha hecho carne, y bullen los pedidos urgentes por hacer algo. Creo que es extremadamente valioso que la gente tome la calle de forma espontánea, sin líderes ni partidos, sin pliegos petitorios elaborados en los vericuetos de las instituciones sectoriales o de la burocracia sindical. El clima social en este momento es propicio para reflexionar de forma crítica sobre nuestros derroteros, y asumir el desafío de repensar nuestras formas de relacionamiento entre nosotros y con la naturaleza, que no es una entidad separada. Lo cierto es que esta situación es ya un estado permanente y de escala global que llama a la radicalidad e imaginación.
El autor inglés Iain McGilchrist escribe: “…encaramos una gravísima crisis en verdad y, si hemos de sobrevivir, necesitamos no solo unas cuantas nuevas medidas sino un cambio completo de corazón y mente”. Aunque proveniente de la psiquiatría, la premisa de McGilchrist denuncia un sesgo fundamental en la representación de la realidad sobre la que la sociedad occidental concibe su actuar en el mundo: hay “demasiado” hemisferio cerebral izquierdo, o, dicho de otra forma, un racionalismo excesivo. Desde diferentes perspectivas, otros filósofos contemporáneos como Deleuze y Morin, y científicos como el afamado investigador Antonio Damasio, llegarán a conclusiones similares. La realidad es mucho más intricada de lo que nos permitimos imaginar, y la razón no es suficiente para aprehenderla. Y la incorporación del hemisferio derecho en los procesos de cognición y actuación no significa solamente introducir el componente emocional y afectivo, sino percibir las relaciones, transformaciones, conexión y movimiento en todo el conjunto de fenómenos que conforman nuestra experiencia.
Esto quiere decir que todas las discusiones que estamos teniendo sobre asuntos de interés común como el grave problema de los recurrentes incendios en la Amazonía, son discusiones absolutamente necesarias, pero deben ser concebidas dentro de una totalidad cuya dimensión sensible no es una cuestión menor. Los análisis hechos sobre el tema desde una sola perspectiva corren el riesgo de ser utilizados como fundamento para conclusiones formuladas de antemano. Así, el momento actual con toda su fecundidad para producir intercambios necesarios y fundamentales, se diluye en la condena mutua entre bandos y actores políticos, en la búsqueda de chivos expiatorios, y en la elusión de responsabilidades, cuando en realidad todo el mundo tiene un cierto grado de responsabilidad y de poder para responder a la situación. No estoy intentando relativizar las causas estableciendo falsas equivalencias. Sí creo que existen agentes con mucha mayor responsabilidad que otros: si un solo partido político hegemoniza el Estado por más de quince años es justo decir que es un autor activo del escenario actual.
Pero es iluso e inútil pretender que la discusión termine allí. De hecho, es inútil pretender que la discusión tenga algún fin en absoluto o siquiera tratar de establecer un plano en el que la discusión sea válida. Debemos estar dispuestos a escuchar a todo el que tenga algo que decir sobre la economía, sobre el cambio climático, sobre instituciones y democracia, pero también a quien hable sobre el bosque, sobre los animales, sobre el corazón y las heridas que cargamos y se niegan a cerrar. Debemos hablar sobre las hectáreas y los usos, sobre política pública y agricultura, sobre parámetros tróficos y biodiversidad, pero sin ignorar que eso significa algo en la vida cotidiana de las personas y pueblos, en sus cantos y cuentos, en el corazón de la Tierra y en una historia larga del sentir humano. Es hora de recuperar el conocimiento profundo sobre la vida, enriquecido por la agudeza de la ciencia, es cierto, pero comprendido desde su totalidad.
Esto no es un llamado más a la empatía metafísica o al abandono del consumismo materialista. La reconciliación con la verdad debe darse en todo nivel, como principio de vida y como fundamento de política pública. El nuevo paradigma de sociedad no provendrá de marcos interpretativos preconcebidos que justifiquen la explotación o la anulación del otro, sino del abandono de las trincheras. Los espacios de diálogo que necesitamos deben darse como escenario para discutir las múltiples crisis en ocurrencia, pero a la vez deben reinventarse como resultado de este intercambio, que debe ser permanente. Las instituciones, que tanto nos han fallado, deben ser parte, pero es evidente que el diálogo no puede ser mediado y mucho menos restringido por ellas y por la agenda de quienes las controlan, lo que igualmente puede aplicarse a los grandes medios de comunicación. La información y el conocimiento deben ser abiertos, en su calidad de bien común imprescindible.
Y para finalizar, las soluciones no deben esperarse prontas ni claras, y debemos renunciar a nuestra necesidad de seguridad, pues el cambio en los resultados requiere imprescindiblemente de un cambio en los procesos. O sea, en nosotros mismos y en nuestro actuar. En ese sentido, es imprescindible entender que no veremos el resultado del esfuerzo que llevemos a cabo para sanar, sino que se trata de lo que vamos a legar, de la dirección en que vamos a movernos. Al reconciliarnos con la verdad no habremos hecho más que dar el primer paso.