Por: Daniel Rivera Matirayo para Acceso Investigativo y CONNECTAS
Elva Arando tiene 47 años y creció frente a una montaña de 4,3 millones de toneladas de residuos mineros abandonados, también llamado pasivo ambiental. Es el depósito San Miguel de Cantumarca, en Potosí, uno de los 1.188 inventariados por el Estado en Bolivia. Aquí, en medio de la ciudad, el cierre perimetral de estos tóxicos consiste en unos postes de madera de metro y medio de altura, como si se tratase del lindero de una chacra. Pero en realidad el lugar contiene cargas sulfurosas y óxidos con contenidos de cuarzo, pirita, esfalerita, galena, calcopirita y también plata, plomo, estaño y zinc. Todos, nocivos para la salud y el medio ambiente.
Mientras esta mujer camina, sus zapatos café pisan un material aceitoso marrón y amarillo que se ha acumulado al costado de la Ruta Nacional 5. Es el contaminante que dejó en 1985 la Corporación Minera de Bolivia (Comibol) por la explotación de estaño durante 45 años, que se escurre por la carretera que une la ciudad imperial con el majestuoso Salar de Uyuni.
Elva dice que sus abuelos y la gente de esa época permitieron instalar ese depósito ante la necesidad de dos piletas públicas de agua, sin pensar que con los años este y otros pasivos mineros de la zona se convertirían en los verdugos de sus hijos y nietos. Entre ellos, ella, que ahora tiene plomo en su sangre en niveles que la Organización Mundial de la Salud (OMS) advierte que afecta al ser humano.
Alrededor del millar de pasivos ambientales que envenenan la tierra en Bolivia viven 304 comunidades, detectadas mediante análisis de información geográfica para esta investigación de ACCESO y CONNECTAS, en alianza con El Deber, El País y Erbol. Los estudios sobre la afectación a los humanos en estos sitios también es una cuenta pendiente, porque el Estado tampoco invierte en ello. Pero en dos lugares donde sí lograron hacerse pruebas de laboratorio bajo esfuerzo de los vecinos y organizaciones no gubernamentales, el 45% de los estudiados, están afectados por metales pesados en su organismo.
San Miguel no es el único problema de Cantumarca. A unos dos kilómetros hacia el oeste, Laguna Pampa I y Laguna Pampa II forman parte de otros 782 pasivos ambientales aún no inventariados, según cálculos del Servicio Geológico Minero (Sergeomin). Ambos son depósitos de residuos mineros en los que el Gobierno prorrogó su cierre y mitigación. Hay caseríos alrededor que no cambian su imagen apocalíptica: es un desierto de tierra plomiza con cúmulos de agua, verdosa o marrón, dispersa por todos lados; tuberías en desuso botadas a un costado; volquetas que entran y salen del lugar; y un viento de abril que levanta partículas de polvo contaminadas y las esparce por el vecindario.
Diez minutos son suficientes para salir con los ojos rojos y un escozor en la garganta, como si se hubiese tragado gas pimienta que usa la policía en una represión. Aquí no se requiere contraseña para entrar al inframundo; se nace y se vive en él.
En Bolivia, un país minero, se permite a los industriales exprimir la tierra y dejar una herencia tóxica. En los últimos 30 años, entre el Ejecutivo nacional, gobernaciones y alcaldías recibieron más de 5 mil millones de dólares por regalías e impuestos a la minería, mientras que los operadores produjeron minerales valuados en más de 52 mil millones de dólares. Además, esta actividad permaneció entre los tres primeros rubros de exportación con mayor valor económico.
A cambio, el Estado mediante la Corporación Minera de Bolivia (Comibol) sólo mitigó un pasivo ambiental con recursos propios y 12 con inversión de la cooperación Danesa. Los trabajos se realizaron entre 2004 y 2014. Ese último año, con la nueva Ley de Minería también se dejó de legislar sobre quién se hace cargo de los contaminantes mineros originados antes del 1992. Luego, los ministerios de Minería y el de Medio Ambiente tampoco generaron una normativa específica para la restauración de pasivos ambientales.
Ríos, lagos, lagunas y quebradas, junto a su biodiversidad, también son víctimas de la tierra envenenada que deja la minería. Cerca de 400 fuentes hídricas —detectadas para esta investigación— están dentro del área de influencia (1 kilómetro) de los pasivos ambientales. En 20 ríos está demostrada su afectación por estudios científicos, donde es imposible la vida de la flora y fauna. Son prácticamente ríos muertos.
La salud afectada
Tiene dos años de edad y por sus venas corren 14,7 miligramos de plomo por cada decilitro de sangre (ug/dl); es la paciente afectada más joven de Cantumarca. La mina le ha marcado para el resto de su vida. Lo más probable es que su cerebro se vea afectado y desarrolle una discapacidad intelectual, porque la OMS advierte que esos son los efectos que puede tener un infante si tiene más de 3,5 miligramos de este tóxico en su cuerpo. Aunque también aclara que no existe ningún nivel de plomo en el organismo que se considere exento de riesgo.
Vicente Arando, un tipo de tez colorada y un bastón de cacique, sabe bien que en Cantumarca la desgracia está en los pasivos ambientales mineros, porque de 116 personas sometidas a pruebas de laboratorio en el año 2023, el 80% tenía niveles de plomo en su sangre (unos con mayor grado que otros).
Esos test no los fueron a realizar el Ministerio de Salud, el Servicio Departamental de Salud ni alguna institución de medio ambiente; los mismos pobladores recaudaron dinero y gestionaron ayuda del laboratorio privado Niño Jesús, porque el Estado siempre estuvo ausente. Las entidades públicas más bien les cuestionaron el por qué se hicieron estos estudios, recuerda Elva Arando aquel episodio ocurrido en Potosí; ella es agente comunal.
Jael Aquilar, una bioquímica que antes había procesado muestras de sangre para el personal de empresas mineras, fue quien lideró el trabajo con los pobladores afectados. Precisó que el estudio se hizo a hombres, mujeres y niños. “Son personas que no están mina adentro, lo único que han hecho es vivir en Cantumarca (donde están los depósitos de residuos mineros). En los niños, el 90 % tiene niveles de dosificación detectable de plomo en sangre”, detalló.
Los vecinos de Cantumarca luchan desde hace una década para lograr el cierre del depósito. Según licencia ambiental, entre 2013 y 2017 la Asociación de Ingenios Mineros de Potosí debía concluir ese proceso, pero continuaron con el vertido de residuos. Como el Gobierno nacional y el departamental no hacen cumplir sus propias resoluciones y leyes para proteger la vida y el medio ambiente, en 2023 los afectados acudieron al Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP).
Para la Asociación acusada, la demora está en la denominada fase de estrangulamiento, entre otros aspectos técnicos, y argumentaron que para concluir el cierre de Laguna Pampa I necesitan cuatro años, mientras que Laguna Pampa II requiere cinco años y medio. Pero para la Justicia está demostrado el incumplimiento de este operador, además de haber provocado un impacto negativo al medio ambiente y la salud. Por lo que el TCP ordenó no depositar más desechos en ese lugar, hacer el cierre del sitio y el resarcimiento a la tierra. El plazo de cumplimiento venció el 29 de junio del 2024. Pero los pobladores temen que no se cumpla el fallo judicial y sigan expuestos a la tierra envenenada.
Rabia e impotencia es lo que siente Cristina Monzón, una mujer morena de hablar pausado que reparte su tiempo entre su familia, su trabajo y el voluntariado como catequista de una iglesia de Potosí. Ella también tiene plomo en su sangre y lucha desde hace años contra el cáncer y —junto a Elva Arando— contra las mineras y el Gobierno para que se cierre ese depósito de tóxicos que sólo ha traído desgracias para la gente.
“Del estudio que se ha hecho a consecuencia del plomo en la sangre hemos ido consultando a médicos, también ahora Google te da la oportunidad de ver. Entonces es alarmante las consecuencias de los metales pesados y, ante todo, del plomo. A la larga puede dejar muchas secuelas y creo que a veces es mejor no enterarse -dice Cristina-. En mi caso hubiera querido no enterarme, porque afecta duro”.
La misma OMS recomienda a sus Estados miembros, entre ellos Bolivia, que cuando se detecta una concentración superior a los 5 ug/dl de este metal en sangre, se debe identificar la fuente de exposición para reducir y acabar con ella. En Cantumarca, por ejemplo, una mujer de la tercera edad tiene 21.7 ug/dl en su cuerpo. Eddy Salguero, director del Servicio Departamental de Salud (Sedes), no contestó las llamadas telefónicas realizadas para consultarle sobre la atención a los afectados, porque Elva asegura que aún no recibieron ningún tipo de tratamiento ni revisión médica.
Las víctimas están por todos lados. A 311 kilómetros de este lugar, en Oruro, el Programa de Investigación Estratégica (PIEB) estudió a 199 niños en la zona del ex campamento minero San José —ahora un barrio— donde hay pasivos ambientales. Este trabajo publicado en 2009, luego del análisis de muestras de cabello y otros estudios médicos, concluye que los infantes tienen contaminación crónica por plomo y arsénico, a lo que se suma el efecto del cadmio.
El doctor Jacques Gardon también investigó la misma zona, mediante pruebas de sangre, orina y cabello.“Los dos metales que más nos preocupan son el arsénico y el plomo. Hemos demostrado que los niños que viven cerca de lugares de exposición a minerales están afectados, los de otros sitios no —puntualizó—. Pero no sabíamos cuándo empieza la exposición. Por eso hemos estudiado a 500 mujeres embarazadas y sus hijos. El resultado también fue que las gestantes que están cerca de los contaminantes, como pasivos ambientales o actividad minera, estaban afectadas por metales en su cuerpo y también sus niños al nacer, mientras que las embarazadas de otras zonas, no”.
En este sector, que está dentro de la ciudad de Oruro, hay seis depósitos de desechos mineros, uno de ellos enfrente de una escuela y de un mercado barrial. La urbanización creció alrededor de estos sitios tóxicos. Y aunque la Comibol informa que este es uno de los pasivos ambientales donde trabajaron para reducir drenaje ácido, olores y polvo, la huella minera marca de color óxido las orillas del camino asfaltado; son residuos que se escurren de ese depósito.
Estos son casos concretos en los que se demostró científicamente una afectación a la salud, donde los residuos mineros son la principal fuente contaminante. Pero para esta investigación periodística —mediante cruce de información geográfica y datos de GeoBolivia— se contabilizaron al menos 87 mil personas que viven en 304 comunidades ubicadas dentro del radio de un kilómetro en los 1.188 pasivos ambientales mineros inventariados por el Sergeomin, base de datos a la que accedieron ACCESO y CONNECTAS mediante solicitudes de información.
Para el doctor Gardón, el mayor peso de la afectación está en los niños y mujeres embarazadas. Por lo cual, el Gobierno debe invertir en investigaciones para determinar qué grado de daño tienen estas personas o si finalmente no hay ningún riesgo. Porque luego desarrollan enfermedades que no solo son una carga para las familias, sino también para el Estado por las patologías, discapacidades o muertes prematuras que ocasionan los desechos mineros.
“La contaminación está en el aire, la tierra, y nosotros ya no queremos vivir en ese ambiente. A veces nos dicen ´deben irse a otro lugar´, pero no es fácil. Tenemos ahí nuestras raíces, está nuestro cariño, están nuestros difuntos, está todo”, dice Cristina, mientras recuerda que no tienen adónde más irse y tampoco pueden comprarse una casa de un día para otro. Y si el Estado no hace nada para protegerlos, no les queda más remedio que resistir y luchar, mientras el plomo y otros tóxicos se convierten en dosis de un lento envenenamiento.
El otro precio de la mina
Históricamente Bolivia fue zona de sacrificio. La industria extractiva sin piedad ha plantado las garras de su maquinaria trepando miles de veces los cerros, y a plan de dinamitazos abrieron la tierra. La explotación viene desde tiempos de la Colonia y continuó durante la vida republicana del país. Pero a casi 200 años de nación independiente, los gobiernos de turno permitieron que los operadores se vayan sin remediar el daño. Plantas, animales, ríos y pueblos enteros son víctimas de esos tóxicos acumulados. Mientras, los mineros fueron ganando poder.
Si algo saben bien los mineros es moverse no sólo en los socavones, sino también en la política. Desde la década de los 90, los cooperativistas (asociaciones sin fines de lucro) y la minería chica recibieron subsidios de vivienda, alimentación, condonación de deudas, entre otros beneficios de diferentes gobiernos. Pero el mayor poder fue cuando entró al Ejecutivo el Movimiento Al Socialismo (MAS), con Evo Morales (2006-2019).
Buena parte de su gestión el expresidente estuvo rodeado de dirigentes de ese sector. De siete ministros que tuvo, cuatro fueron del sindicalismo minero. Los eximieron del pago de impuestos y también pueden operar en áreas protegidas y forestales. La cantidad de cooperativas se duplicó a más de 2 mil y ahora son las principales productoras de minerales (58%). Además, continúa la prescripción sobre “ acciones administrativas por infracciones”, como incumplir medidas de mitigación o rehabilitación por parte del operador.
Así, las reformas llegaron sólo para los extractivistas, porque más de una veintena de decretos y leyes se emitieron desde los ‘90 en favor de ese sector —tiempo del que también data la Ley de Medio Ambiente—, pero ninguna normativa específica para mitigar los pasivos ambientales que ellos generaron.
Hasta ahora, el Gobierno se encargó de dejar una grieta de escape para los extractivistas. Alfredo Zaconeta conoce bien el tema, es investigador del Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario. Explica que de todas las utilidades generadas por actividad minera, los operadores deben destinar un porcentaje para el cierre del lugar, pero la Ley Minera “no dice cuánto, en qué porcentaje”. Además, advierte que “los cooperativistas alegan siempre que no tienen utilidad”.
Se sabe cuánto veneno hay, pero no los directos responsables. El Sergeomin realizó el inventario de pasivos ambientales mineros, pero no sistematizó a qué operador pertenece cada uno de estos depósitos de tóxicos; si a empresas privadas, cooperativas o a la Comibol (empresa estatal). Zaconeta y Octavio Ramos, ex presidente de la Federación Nacional de Cooperativas Mineras de Bolivia (Fencomin), coinciden en que la Comibol es la principal responsable, por la nacionalización de minas de 1952, cuando esta entidad pasó a administrar y explotar los yacimientos que estaban en manos de los privados.
La institución señalada no respondió el cuestionario enviado para esta investigación y el director de Medio Ambiente de esa entidad, Wilson Loza, zanjó el tema diciendo que no tiene autorización para hablar con la prensa.
Para Ramos también hay una falta de políticas mineras y vacíos legales para una solución a los pasivos ambientales. Asegura que una propuesta de su sector fue modificar la ley minera para que parte de las regalías sea para remediación. También dice que como cooperativistas cumplen con las normativas para no dañar el medio ambiente. Sin embargo, el Plan Sectorial 2015-2020 del Ministerio de Minería indica que ese sector es el más incumplidor, pero a la vez los justifica al mencionar que es por los costos económicos que conlleva la infraestructura para mitigar los daños.
No es que no haya alternativas. Gerardo Zamora, doctor en ingeniería metalúrgica y medio ambiente minero, como investigador de la Universidad Técnica de Oruro (UTO) en 2020 comprobó que el 85% de los pasivos ambientales se pueden rescatar para usarlos como geomembrana, material requerido en los procesos de restauración. Esto, según su estudio, abarata el costo de remediación; de 0,57 a 0,19 millones de dólares por hectárea. Ahora, depende del Ejecutivo y empresas su aplicación.
Pero el Gobierno del MAS, que se declaró protector de la madre tierra, demostró no ser muy eficiente para ello. Primero estableció el Programa Nacional de Restauración y Rehabilitación de Zonas de Vida (Pronarere) y luego el proyecto Bol/91196 de “Gestión de Pasivos Ambientales Mineros en Áreas Protegidas y su influencia en el recurso hídrico”. Sin embargo el Pronarere nunca funcionó, porque no asignaron recursos económicos entre 2016 y 2020; mientras que el segundo programa permitió evaluar y priorizar la afectación en ocho áreas protegidas, pero no se ejecutaron obras de mitigación, según constató una auditoría ambiental de la Contraloría General del Estado (CGE).
El Estado es consciente del problema. En los últimos ocho años surgieron propuestas normativas desde el Ejecutivo, pero fueron frenadas por observaciones y desacuerdos entre el Ministerio de Minería, el Ministerio de Medio Ambiente y la Comibol. La que más avances tuvo fue la ley de pasivos ambientales mineros, pero en 2020 entró a una revisión que parece perpetua. Desde el Legislativo, en tanto, se planteó modificar la Ley Minera, para que el 5% de las regalías que reciben las Gobernaciones vaya a remediación ambiental, pero tampoco prosperó.
Otros países muestran avances. En Perú, por ejemplo, para salir de ese círculo vicioso de quién se hace cargo de los pasivos ambientales mineros abandonados, el Gobierno hace la remediación de aquellos donde no se identificó al responsable, los otros están a cargo del operador. En cambio, en Chile las compañías que quieren explotar los recursos deben dejar garantía económica al Estado, así garantizar el cierre de sus operaciones y, conforme cumplen su plan se les devuelve su dinero gradualmente.
Para Gonzalo Mondaca, investigador del Centro de Documentación e Información Bolivia, la dilación sobre la regulación de pasivos ambientales no es casual. “La ley minera ha sido diseñada por mineros y para mineros —resalta—. Ahí los vacíos legales o la falta de profundización de la reglamentación minera tiene que ver con las vinculaciones políticas con el Gobierno del MAS. Hemos tenido, no una vez, sino varias veces, a cooperativistas mineros como principales autoridades en viceministerios o en alguna de sus instancias ministeriales subalternas”.
La alianza política entre mineros y funcionarios ha permitido fortalecer al sector, pero ha debilitado a la tierra. Y, como si fuese un pacto de silencio, el Ministerio de Medio Ambiente y el de Minería no respondieron al cuestionario enviado para esta investigación. Pero este último mencionado reconoce en su plan sectorial 2016-2020 que realizaron medidas aisladas e insuficientes para la remediación ambiental minera.
Además, lo que no es un secreto, es que la influencia de los mineros en el Gobierno se ha mantenido intacta. Tras la renuncia de Evo Morales en 2019, asumió Jeanine Añez como presidenta y el Ministerio de Minería fue ocupado por dos cooperativistas y un ex asesor de los mineros privados. El actual presidente, Luis Arce Catacora, tiene a Alejandro Santos Laura, ex dirigente de Fencomin, como titular de esa cartera. Mientras tanto, hay más de 176 millones de toneladas de residuos tóxicos abandonados que envenenan la tierra y ríos en Bolivia; es el otro precio de la explotación minera que nadie quiere asumir.
Agua que no has de beber
Ante el abandono estatal, la laguna Milluni está herida de muerte. Este lugar queda a 24 kilómetros de La Paz. Allí, una bocamina arroja incesantemente un líquido color óxido que luego tiñe el espejo de agua. Más hacia el norte, el río también llega cargado de tóxicos y arrasa con todo a su paso. No es posible la vida acuática ni para la flora ni la fauna; hasta las piedras quedan de color anaranjado oscuro. El problema no es reciente, desde el año 1969 las imágenes satelitales muestran la afectación.
Las especies nativas desaparecieron de este lugar, según cuenta Agustín Cárdenas, quien es docente emérito de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA) de La Paz e investigó la actividad minera. Estaño, plomo, plata y zinc es lo que se ha explotado por unos 50 años sin el componente ambiental. Y al no haberse realizado un adecuado cierre de operaciones, el experto calcula que esta laguna recibió más de un millón de toneladas de colas y desmontes.
“La flora ha muerto y la fauna también, porque los animalitos al no tener algo para comer, empiezan a escapar —explica Cárdenas— Ya no hay vizcachas, no hay roedores, no hay mamíferos, reptiles, lagartijas, animales que son típicos de la zona del altiplano. Los que se dedicaban a criar animales o a la agricultura se vieron forzados a cambiar esa actividad por el turismo hacia los cerros nevados”.
No solo aquí se ha superado todo pronóstico de contaminación. De las 378 fuentes de agua cercanas a pasivos mineros identificadas para esta investigación, se demostró científicamente que al menos 20 afluentes son impactados por residuos mineros y registran niveles de degradación que superan el parámetros de clasificación de tipo “D” —la más crítica según la normativa boliviana—, por lo que el Sergeomin tuvo que añadir la categoría “>D”. El estudio publicado el 2012, recomienda evitar su uso para consumo humano, animales y agricultura.
A donde se mire, hay afectación. En el caso del lago Poopó, el segundo más importante de Bolivia, por día recibe más de tres millones de kilos de sólidos suspendidos, como cloruros, zinc, arsénico, cadmio y plomo, según una investigación de Gerardo Zamora, docente de la UTO. El Desaguadero es uno de los ríos que más residuos mineros aporta.
En la rivera de este afluente, en la comunidad San Agustín de Puñaca, Abel Machaca es el Tata Mallku o autoridad comunal. “Al margen de la minería activa, los pasivos ambientales también están sobre los ríos y contaminan. Hay muchos desechos que están amontonados sobre ríos o en puertas de los ingenios. Cuando llueve se arrastra (al río Desaguadero) y directo llega al lago. Nuestros animales se están muriendo, no tenemos agua para consumo humano. Tenemos que caminar varios kilómetros para buscar las vertientes”, lamenta el dirigente. Y, en el cerro que está atrás de su pueblo hay cuatro depósitos mineros abandonados.
Al igual que los vecinos de Cantumarca en Potosí, Abel y otros pobladores de San Agustín recurrieron al Tribunal Constitucional Plurinacional para frenar la contaminación del lugar. Pero ahora se sienten engañados. Por mandato de la justicia el Ministerio de Medio Ambiente y el Ministerio de Salud tomaron muestras de agua en siete puntos diferentes de la zona. Los resultados de laboratorio muestran que en todos hay metales que superan los niveles permitidos para la salud. Sin embargo, la conclusión del documento es que no hay contaminación por la mano del hombre.
A unos kilómetros más hacia el norte, Johnny Franco se vio sorprendido una tarde de marzo de este año porque en su natal Sañuta, una comunidad donde desemboca el río Suches al norte del lago Titicaca, encontró ranas muertas y otras moribundas. Era un evento nunca antes visto en su experiencia de pescador, en una cuenca que tiene cinco pasivos ambientales mineros.
Desde el Ministerio de Medio Ambiente le dijeron que pudo ser la crecida del río, pero él desconfía de esa teoría porque no es la primera vez que el afluente tiene ese comportamiento y nunca antes ha dejado mortalidad de anfibios. Franco sospecha de una acumulación de residuos mineros que llegan desde aguas arriba.
Franco no quiere que su comunidad se vuelva un lugar inhóspito como sucedió en otros lugares del Titicaca por la contaminación. Doña Cristina, de Cantumarca, repite que hubiese preferido no saber que tiene plomo en su sangre por las consecuencias que deja. Mientras, don Abel guarda una última esperanza en la Justicia para no seguir expuesto a los tóxicos que matan sus animales, seca sus cultivos y les priva del agua. Porque ni el Gobierno, ni las cooperativas, ni las empresas se dignan a remediar los pasivos ambientales y devolverle la vida a la tierra que alguna vez fue pródiga de flora y fauna, pero que hoy queda envenenada.