La ciudad es un objeto inevitable y cotidiano. La experimentamos a través de nuestra vida diaria, y, aunque nuestro espacio privado, nuestra casa, es identificado como nuestro en oposición al exterior, al espacio de todos los demás, el espacio sobre el que no tenemos control. El lugar donde vivo es la porción de espacio que me permite participar de la ciudad y define las condiciones de mi relación con ella.
Por otro lado, al salir de casa, nos encontramos en el espacio público, algo mucho más complejo y elusivo en su definición que la imagen inmediata que tenemos en mente, probablemente la de un parque o plaza. El espacio público es más parecido a una sustancia en la que nos introducimos, cuyas características nos permiten movilizarnos, acceder, intercambiar, participar, aprender, crecer, o tal vez nos lo impiden.
El urbanismo, como disciplina, estudia la ciudad y el espacio público con mucha atención desde hace décadas, notablemente a partir de la tesis revolucionaria de Jane Jacobs, “Muerte y Vida de las Grandes Ciudades” (1961), y otros aportes teóricos sobre el espacio, siendo fundamentales los de Henri Lefebvre y Christopher Alexander. El surgimiento simultáneo de estas vertientes teóricas no es casualidad, sino que indica el momento en que ya eran evidentes y devastadoras las consecuencias del urbanismo funcionalista, una corriente racionalizadora y mecanicista. Así, partiendo de la crítica a una forma simplificadora de entender y planificar las ciudades, han surgido numerosos marcos teóricos para estudiar las realidades urbanas, complejas y cambiantes, pues solo su comprensión puede permitir su intervención.
Entre estos numerosos marcos teóricos, en los últimos años se ha hablado mucho sobre la complejidad, un paradigma que niega la posibilidad de una comprensión total de los fenómenos que componen la realidad. Este paradigma, entre otros interesantes recursos metodológicos, posibilita la analogía entre sistemas aparentemente disímiles para capturar el movimiento, evolución y reajustes inherentes a su comportamiento. De esta forma, puede hablarse de las ciudades como organismos vivos compuestos por órganos, aparatos y subsistemas, que tienen un metabolismo y pueden presentar patologías. El espacio público, dentro de este razonamiento, vendría a ser el fluido vital que permite el viaje de nutrientes y oxígeno, que en condiciones saludables permite intercambiar de forma equilibrada los productos de todos los órganos y todas las células: permite movilizar fuerza de trabajo donde hay empleo, permite dotar de agua y energía donde viven las personas y familias, permite a las infancias y juventudes acceder a la educación y al juego, permite a la naturaleza regenerarse y vitalizar el barrio, escenario privilegiado de lo cotidiano. No es una exageración afirmar que la salud de una ciudad puede deducirse por la salud de su espacio público.
Sin embargo, un grave problema es que justamente esta visión compleja y necesaria es ignorada por la gestión pública y la normativa urbana, que se basan más bien en una comprensión estática, simplificadora y mecanicista de la ciudad y, por lo tanto, del espacio público. La normativa exige únicamente una determinada cuantificación de su superficie, y la intervención pública únicamente contempla su mejora en términos de ejecución presupuestaria. Las condiciones cualitativas que debe tener el espacio público como conducto posibilitador de la vida urbana son totalmente ignoradas, y no se piensa en imprimirle cualidades virtuosas que posibiliten la construcción de relaciones, limitándose los proyectos de espacio público a la saturación de dispositivos funcionalizadores del espacio: equipamientos, fuentes, juegos, tinglados, césped sintético. Y puesto que estas “mejoras” no producen necesariamente uso y presencia, no es extraño ver parques y plazas con gran inversión en infraestructura, pero enmallados y bajo candado porque esta inversión no eliminó la condición de inseguridad que había justificado la obra en primer lugar.
De esta forma, tenemos ciudades cuyo fluido vital está siendo bloqueado por los muros cada vez más ciegos y altos con que las personas separan su vivienda del exterior, ciudades cuyo espacio medular está siendo dejado cada vez más al imperio del automóvil, ciudades cuyo suelo público es cada vez más cercenado por el “obrismo” de la gestión pública, que parece simplemente no ver las oportunidades de vitalización que ofrece el espacio público como proyecto. Así, la vivienda, célula y unidad básica del organismo, comparte cada vez menos funciones metabólicas con el sistema que la contiene, anunciando una lenta pero inexorable muerte de la ciudad.
No existe un recetario para cambiar esta preocupante situación. Es necesario que nos aproximemos a cada problema desde su singularidad y con rigurosidad científica, que, al contrario de lo que podría suponerse, requiere de mucha sensibilidad para comprender e imaginación para proyectar. No es posible curar la patología de un órgano sin examinar también el organismo, por lo que el espacio público solo podrá ser activado si repensamos los términos de su relación con lo privado además de su configuración propia: las posibilidades de llegar son tan importantes como las de estar. En ese sentido, será también necesario poner en cuestión todas aquellas acciones ya normalizadas cuyo efecto nocivo sobre el espacio público está más que demostrado: obras vehiculares que suponen infranqueables barreras, urbanizaciones cerradas que son una verdadera escisión al tejido urbano, y la saturación de suelo público con dispositivos construidos aparentemente necesarios, pero que solo restringen la capilaridad e irrigación que hace a un sistema vivo y saludable. Los gobiernos municipales, entidades con competencia sobre lo urbano, harían muy bien en desistir de estas destructivas formas de alterar la salud de las ciudades.