Verónica

Literatura boliviana

Por Sergio Mendoza

Portada: Diana Herrera

Verónica despertó sobresaltada con el estruendo de un rayo. Se arrodilló sobre el catre rechinante en el que dormía y se apoyó en el marco de la ventana para ver la lluvia caer sobre el patio del orfanato. Dio media vuelta y comprobó que las demás dormían, debían ser las 11:00 pm y para ella recién comenzaba el día.

Sacó de un baúl bajo su cama un vestido blanco, bastante parecido al camisón que usaba de pijama, lo enrolló bajo el brazo y salió de la habitación de mujeres rumbo al cuarto de duchas, a través de un largo pasillo con techo de calamina plástica y paredes descascaradas. Giró la llave y se fue mojando con el agua tibia.

Alejandro se quedó mirando el pasillo a través de la ventana del dormitorio de varones. Había visto a la muchacha atravesar el pasillo camino a las duchas. Otra vez sentía que le faltaba el aire. Hace un mes que lo habían transferido a este albergue y desde entonces no había dejado de verla a la misma hora.

Cansado del agobio de la duda, esa noche se puso sus sandalias y salió tras la joven. De pronto sintió frío y un aroma a flores intenso en el pasillo cerrado. La siguió de cerca y parecía que ella no notaba su presencia.

Mientras caminaba sentía que las piernas le temblaban y la dificultad para respirar aumentaba, aun así la siguió hasta las duchas. Desde la puerta de entrada, agazapado en las sombras se quedó atónito ante una piel tan blanca como el mármol.

No es que Verónica no notara su presencia. Lo confundió con las almas perdidas que se convirtieron en acompañantes rutinarias de sus noches.

Las religiosas que administraban el orfanato llevaron a la adolescente con varios médicos para remediar su “enfermedad”: de ninguna manera podían mantenerla despierta en el día, ni lograr que durmiera por la noche. Nadie pudo hallar una cura. Las monjas desistieron de sus intentos y acordaron que una de ellas, la más joven, interactuara con Verónica al menos una hora, dos veces por semana.

– ¿Crees lo que te conté? -preguntó Verónica.

– Te dije que no creo en fantasmas.

– Hace un rato uno de ellos se quedó mirándome, en las duchas. Ellos nunca hablan.

– Es imaginación.

Ambas, huérfana y religiosa, conversaban en el campanario, desde donde se veía la Plaza del Poeta y las parejas de enamorados noctámbulos sentadas en los bancos.

– ¿Y en el amor?

– ¿Qué hay del amor?

– Si sabes lo que es estar enamorada.

La religiosa desvió la mirada y suspiró.

– Por suerte no.

Alejandro despertó pensando en ella. Sabía su nombre, Verónica, la loca del albergue, la rara a la que pocos veían de pie y a quien estaba estrictamente prohibido molestar, con la advertencia de un castigo severo de la Dirección. Pero se sentía enamorado de esa extraña figura y perturbado por lo que ella causaba en su respiración. Por eso, esa noche a principios de febrero, se decidió.

Las gotas de lluvia golpeaban el techo de calamina y los relámpagos iluminaban el pasillo con una luz azulada. Verónica nunca encendía las luces. Desde la oscuridad, en el cuarto de duchas, Alejandro la veía nuevamente bajo el agua. Salió de su escondite y se le puso enfrente. Ella lo miró con algo de sorpresa y él se acercó con los ojos cerrados para besarla.

Verónica lo correspondió y de pronto un relámpago arrojó una luz larga sobre ellos. Fue cuando él la vio con claridad: los ojos enormes y brillantes, la boca roja, y una marca negra en la frente con forma de ojo. Ésta marca le quedó hace años, la noche en que su madre derramó una lágrima sobre ella, al momento de abandonarla.

Tras el beso, Alejandro sintió que la vida se le iba en cada exhalación, así que se alejó, completamente empapado, rumbo a su habitación.

Al día siguiente se armó un alboroto. Encontraron a un joven helado y mojado al lado de su cama. El médico del orfanato concluyó, sin mucha convicción, que fue un infarto. Los actos fúnebres fueron discretos, para evitar mala propaganda sobre el albergue.

Verónica despertó extrañada, estaba ansiosa de volver a ver a ese fantasma con el que creía descubrir el amor, ese que la religiosa por suerte no había conocido. Alistó su vestido blanco bajo el brazo y caminó hacia las duchas, esperando encontrarlo de nuevo.

Ella no cayó en la cuenta de que el cuerpo inerte de ese chico al que había besado la noche anterior se hallaba en ese instante dentro un ataúd acomodado en la capilla. Ella seguía creyendo que se trataba de un alma en pena.

Y desde esa noche así fue. Alejandro siguió visitándola en el cuarto de las duchas, observándola desde las sombras, con el recuerdo de aquella vez.

Si te gustó este contenido compártelo en: 

Una respuesta a «Verónica»

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *