Misteriosa ¡Oh! La Paz

“En este cerro de sombras, las calles se estrechan y se disuelven entre las sombras, y las sombras, siempre alargadas, prosperan fantasmagóricamente a favor de la agreste configuración, por eso el invierno, en Killi-Killi, se diría que dura mucho tiempo; y también se diría, que por esa misma razón, aún se hubieran mantenido en pie unas cuantas tejerías, de entre aquellas que en gran número existían, para seguir alumbrando y para seguir proporcionando, con su resplandor, un poco de calor a los habitantes”, escribía Jaime Sáenz sus “Imágenes paceñas”, sosteniendo un espíritu en la mora de lo profundo, pues esta habría sido la clave para vislumbrar el enigma de una ciudad escondida a los ojos.

La Paz, cuna de la libertad y tumba de tiranos, abrazada por la cordillera de Los Andes, camuflada por el río Choqueyapu y descubierta por espíritus que merodean sobre los 3.650 metros sobre el nivel del mar, es aquella hondura en la que la paradoja es sinónimo de sabiduría y causa de una permanencia definitiva. O es que acaso no basta con mirar al de al lado, al de la piel blanca, al de la mejilla trigueña o al de la frente de bronce, para entender que quien pisa La Paz no va encontrarse con una sola verdad, el imperativo es la metrópoli y la continuidad de sus rostros divergentes.

Se decía que Kiro Russo y su “Gran movimiento” interpelaban a la ciudad y al hombre en su morada más recóndita, entre los prismas de arquitectura, los cambios y sus oscilaciones y el hormiguero del ladrillo a los pies del altiplano. Seguramente esta idea contrastaba con los ensueños de los K´epiris, que cargando bultos y atados se han ganado la vida en los mercados, en aquellos tambos de la hoyada paceña, en los que el día se resuelve entre idas y venidas con el peso en la espalda y la noche penetra silenciando sus almas. Muchos han escrito y han grabado con sus lentes macro el recuerdo de los habitantes de estos lugares, pero a pesar de eso, no muchos lo han sentido en verdad.

Pero La Paz no es sólo para los bohemios que entre el té con té y el sucumbé se reencuentran cada 16 de julio en la famosa Pérez Velasco, en algún bolichito de la Jaén -donde aún se escucha el repique de las cadenas que arrastraban los caballos en la revolución de Pedro Domingo Murillo-, o en las Velas de la Simón Bolívar, que a ningún comensal gustoso por probar el corazoncito paceño se le ha escapado, también lo es para los trotamundos, que afanados por redescubrir su mundo se encuentran entre las alborotadas, empinadas y empedradas calles de una ciudad, que no es más que el reflejo de sus habitantes dentro de su propio caos, un caos absurdo, un caos lleno de absenta y de folclore, un caos que para muchos es la vida misma nomás.

¿O es que acaso no ha dicho Víctor Hugo Viscarra en “Borracho estaba pero no me acuerdo”, que, “para disfrutar de la libertad había que pagar un precio que muy pocos se animaban a hacerlo”? Así comenzaba su recorrido desde Villa Victoria, la Estación Central, la avenida Tejada Sorzano y la plaza Villarroel hasta llegar a los prostíbulos de Chuquiaguillo, para que sólo hasta el amanecer, buscando aún cantinas abiertas, termine encontrando en plena San Francisco una banca donde dormir, hasta que alguien se dignara a desalojarlo.

Y seguramente mientras algunos duermen, otros preparan la canasta de llauchas rellenas de queso, alistan el horno para hacer dorar las salteñas con su jugo picante, o empiezan a llenar la docena de jarras con avena con leche, quinua con leche y willkaparu, o los tan famosos matecitos que contra todo pronóstico sirven de remedio natural. Porque para el paceño no hay día que no se trabaje, no hay día en el que la marraqueta y el café caliente no se hagan presentes en el hogar.

No es absurdo que el paceño pueda parecer bipolar siendo el principal motivo de esto el cambio constante de sus estaciones; no basta salir a la calle con el abrigo, por si acaso es preciso el paraguas, pero a veces también es necesario llevar consigo un bolso gigante para meter todo en éste y disfrutar de una tarde soleada degustando un helado de canela con leche. Tan impreciso es el clima como el humor, tal parece que todo dependiera de una reacción meteorológica. Pero también son detonantes de buen o mal humor las constantes protestas de quienes piden al gobierno un sinfín de razones, en ocasiones sin razón, y que sólo son pronunciables en esta ciudad, donde desde el poder legislativo y ejecutivo se gobierna a toda una región.

Las protestas pueden ir y venir, pero algunas se mantienen firmes hace años y son fuente de información e inspiración, porque para quien escribe todo es motivo de encuentro y desencuentro. Ahí está Wilmer Urrelo que, a través de sus “Fantasmas asesinos”, no hace más que escarbar en la historia hasta enlazarla en un acto que traspasa a lo real, en la que un niño puede ser secuestrado y asesinado en medio de la podredumbre de la que no se salva ninguna ciudad. A este acto puede sumarse el que con la cámara ha registrado “Gory” Patiño en “Muralla”, donde el acecho es una trampa constante y el ser humano el aliento final, convirtiéndolo casi en una suerte de presa que cae preso. Y es que la ciudad transitada, vista sin ser vista, agolpada por el trajín que la transforma y el péndulo que la sostiene, se presta al sometimiento de unos cuantos, a la euforia de otros tantos y a la disección de quienes buscan en ella un sentido.

No es posible imaginar la ciudad sin sus insinuaciones y temblores, sin que un Oscar García no transite en la filosofía de su cotidiano, o un Dante Uzquiano no decore de feminidad una melodía, tampoco es posible pensarla sin una Virginia Ayllón transfigurando el rastro en poesía o un Elías Blanco, ardiendo en cultura. No es posible no imaginarla sin otros que ya volaron, no es posible contrastarla sin otros que ante el espejo aparecerán. No es posible encontrarla sin un nosotros. Porque La Paz es centinela de sombras, es simplemente el misterio que a todo el que quiera acoge.

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