Los rastros del pasado

Cuentos en La Nube

Por Claudia Escobar

Portada: Carlos Escobar

Como cada mañana, desde el inicio de la pandemia y de la vida digitalizada, Adela se apresuraba para comprar el pan caliente, que desde las seis de la mañana los panaderos del horno a cinco cuadras de su casa comenzaban a vender. La nueva normalidad había llegado y la madre de Adela apenas se acostumbraba a tener a sus hijos en casa. No conocía del Wifi, y ni qué decir de la nueva matemática que en el colegio se enseñaba. Lo bueno era que, al tener a su hija mayor cerca, los problemas domésticos disminuirían.

Adela bordeaba los 15 años y respiraba ese típico aire de adolescencia. Antes de la pandemia ya planeaba su año, imaginaba las fiestas a las que podría ir, los vestidos que podría vestir, los tintes de cabello que podría lucir, y los chicos que ante ella se podrían rendir. Todo esto era parte de un plan que su mente había creado, y que sólo cobraba vida en el recuerdo que la acribillaba cuando esperaba en la fila del pan.

Siempre fue aplicada en el colegio, no era la mejor, pero la lógica la ayudaba. Recién hace algunos meses, antes de que el Coronavirus atacara, su grupo de amigas y ella comenzaron a explorar el gusto por las bebidas espirituosas y el bullicio de una vida nocturna. La fiesta le gustaba. Esperaba con ansias que aquellas discotecas a las que ilegalmente logró entrar, abrieran pronto sus puertas.

Cuando su turno para comprar el pan al fin llegaba, un suspiro se apoderaba de ella haciendo que vuelva a la realidad.

Las clases, sentada frente a una pequeña pantalla, eran agotadoras y fácilmente conseguía aburrirse, sobre todo cuando algunas de sus maestras dejaban un ejercicio para resolver, mientras por el micrófono se escuchaba cómo hacían las cuentas del mercado. Gracias al tedio que esto le ocasionaba y a las horas de aprendizaje sin inversión, Adela se alejó del estudio y comenzó a dedicar su vida a la cocina y a los chats de Facebook.

Rebosaba la carne con una mano y con la otra en el celular espiaba los perfiles de chicos que en la foto le parecían lindos; les ponía el famoso like y de un momento a otro aparecía una ventana de chat con un “hola”. Bastaba eso para iniciar una conversación.

En cierta ocasión, Adela recibió un mensaje a medianoche. Un tal “Ángel de Amor”, con un nombre de usuario entre mayúsculas y minúsculas y una foto de perfil que se asimilaba a la de un modelo, le escribió. Al igual que las otras conversaciones todo comenzaba con un “hola”. A pesar de la hora, la muchacha continuó la charla. Algunas semanas habían pasado, la cuarentena como consecuencia de los altos contagios de Covid parecía no terminar, pero más allá de la crisis que el mundo padecía, Adela vivía su propia novela romántica. Aquel “Ángel de Amor” decidió arriesgar sus cartas y a la ilusionada quinceañera no le quedó más remedio que abrazarlas.

“Ángel de amor” se convirtió en ese ser sin rostro que Adela comenzó a amar. Las frases bonitas, los mimos a distancia, el abrazo virtual en momentos de tristeza, los gustos compartidos, las palabras aniñadas con las que su juego iniciaba y ese compañerismo en plena soledad, todo eso construía día tras día el refugio de la parejita.

Tan sólo pasaron ocho meses de la cuarentena, y Adela, enfadada consigo misma por no poder vivir su romance a pleno, se desquitaba con su madre y hermanos lanzándoles improperios; además, había descuidado las tareas domésticas que su progenitora afanosamente cumplía, y que en algún momento encargó a su hija a fin de que la pereza no se apoderara de ella, pero la misión fue abortada.

La pareja no aguantaba más el encierro y fue así que emprendieron un plan para encontrarse y verse de una vez la cara. Fue la tarde de un lunes 23 de noviembre de 2020 a las cuatro empunto de la tarde, la fecha y hora acordadas para tal encuentro. Pero esto nunca pasó.

“Ángel de Amor” esperaba pacientemente sentado al borde las gradas de la Pichincha. A pesar de las sanciones impuestas para aquel que fuera atrapado en la calle, el romance que ya había trascendido la pantalla, importaba más que nada en el mundo. “Ángel de Amor” empezó a impacientarse a las cinco de la tarde, pues su novia virtual no aparecía. Con un peluche entre las manos pensó que quizá había sido presa de un engaño. Melancólico y con la cabeza baja se fue.

Adela, que se encontraba impacientada por ver a su novio, dedicó todo el día a su arreglo personal. Tenía una blusa nueva que la ocasión le pedía lucir, unos jeans ajustados y unas botas de tacón que apenas usó un par de veces. El cabello se lo tiñó de un rojo bourbon horas antes y hasta se puso pestañas postizas para causar una buena impresión. Cuando se dispuso a salir a hurtadillas de su casa, uno de sus vecinos que la vio salir la siguió. Hace algún tiempo, el mismo hombre de unos cuarenta y pico años la atemorizó con frases repugnantes al oído, mientras esperaban en la fila del pan. Pero esta vez sería diferente.

Al verla el hombre tan arreglada se excitó hasta los huesos, y sin pensarlo dos veces decidió abordarla calles más allá. Acercándose a ella sacó del bolsillo del pantalón una navaja que siempre llevaba y sujetándola en el abdomen de la muchacha la obligó a acompañarlo sin gritar ni intentar algo que pusiera su vida en riesgo.

Mientras las lágrimas de Adela brotaban en el piso de una habitación enmohecida, “Ángel de Amor” buscaba respuestas con y sin sentido, lamentando el tiempo invertido sin definición. Así, el galope de un hombre retumbaba en el piso y el agua fría entumecía las manos de la madre de una adolescente y dos niños que, presurosamente y a detalle, lavaba la ropa que le permitía ganarse el pan del día. El delito se cometía y la ciudad tan sólo permanecía.

Ese mismo día y tras la ajetreada rutina, la madre de Adela se preocupó al no encontrarla en casa, y durante toda la madrugada y hasta la noche del día siguiente no paró de llamar a las amigas de la adolescente, preguntando si alguna sabía algo. Nadie supo qué responder. Afligida, y después de una espera de 48 horas en las que su hija estaba desaparecida, entabló la denuncia ante la Policía, justo tras ese lapso de tiempo que estipula la ley, y en el que todo puede pasar.

Ha pasado un año y unos cuantos meses desde aquel día, y hace un par de horas la madre de Adela recibió la mejor y peor noticia de su vida. Su hija por fin había sido encontrada, pero, lamentablemente estaba muerta. Adela, así como otras dos otras muchachas, fueron halladas con rastros de violación y tortura en un domicilio a pocos metros de la casa donde la joven vivía. Tras una denuncia por acoso, la policía dio con el paradero de aquel vecino que, durante años y escudado tras una navaja, se aprovechó del cuerpo indefenso de aquellas adolescentes.

La noticia ha llegado a todos, y “Ángel de Amor” sentado frente al computador, acaba de enterarse del por qué Adela jamás llegó a la cita de aquel lunes por la tarde.

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