El borsalino

Por Claudia Escobar

Son las cuatro de la mañana, y el vuelo OB685 de una reconocida aerolínea boliviana, por fin despega a cielos cariocas. Esta vez viajo solo, ante la negativa de algunos pocos a los que invité a acompañarme, así que debo resignarme y pegar charla con el pasajero de al lado, que ni sé si vaya o no a hacerme caso. Y es que en los cielos mis nervios me toman de repente, y la única manera de calmarlos es con algo que no gusta a muchos: charlar como si no existiera un mañana.

—Qué barbaridad, ¿no? Tanto demoraron en cargar el equipaje. 

Comienzo diciendo y mi interlocutor con cierta extrañeza me mira, casi como si la desconfianza le ganara, hasta que gentilmente responde.

—Sí pues, así es siempre. Luego hay que correr para que en la otra conexión el avión no nos deje.

—Ay sí, qué cosa de locos. ¿Y usted para dónde va? 

Me mira, y nuevamente siento esa desconfianza que siempre se da en las primeras charlas entre desconocidos. Pienso que debo intentarlo una vez más, pero si otra vez me lanza esa miradita, abandono la misión; y ahí sí será terrible, porque en mi defensa, mi ataque de pánico nos hará presas a los dos.

—A Dubái, ¿y usted?

Me dice y comprendo que me otorga su permiso para seguir conociéndolo. No parece malo, pero por mi experiencia charlando con extraños, puedo deducir dos cosas: o le incomodan este tipo de situaciones, sobre todo en un avión en el que volamos alrededor de dos horas; o simplemente desenmascara su timidez.  

—¡Qué casualidad!, también voy a Dubái. El año pasado ya debía haberlo visitado, pero por lo del Covid todos mis planes se fueron a la borda. Y ahora que se da la oportunidad estoy ansioso, tantas maravillas me hablaron…

—Sí pues, bonito es. Tengo familia ahí, los estoy yendo a visitar.

¡Ahora sí! Me digo a mí mismo, y borro de inmediato las teorías que ya estaba articulando en mi mente. Al parecer, los dos somos iguales. 

—¡Ah! ¡Qué bueno! Mire usted… entonces, ya tiene dónde quedarse.

—Sí, sino no iría, muy cara es la vida. Mi familia apenas se estableció. Claro, hace años que ya se fueron y les ha costado; pero ahora son más árabes que los mismos árabes.

Me dice riendo y haciendo notar entre sus dientes una incrustación dorada, que lleva como estandarte. 

—Ah, pero qué lindo… llevar la cultura boliviana a otro país, tan lejos de paso. Seguramente les ha costado, pero no se deben cambiar por nadie.

—Uuuy no, ya no extrañan Bolivia; hay que ir hasta ellos porque ellos no vienen. Se fueron pues con mercadería, vendedores de la Eloy eran, pero querían expandir sus horizontes. Y uno de los hijos, el más killer, se fue a China, a Estados Unidos. Así, hartos países recorrió; y cuando llegó a Dubai, ahí pues le vio el negocio y los jaló a todos.

—No me diga… pero ha debido tener su buena labia para entrarle al negocio tan lejos. ¿Siguen trabajando con mercadería?

—Uuuta, canchero es pues… siguen con mercadería, de Bolivia hacen traer cosas, y con cositas de allá también trabajan. Bien les va. Es que son pues negociantes, vendedores, pajpakus, todo bien le meten. Por sus negocios, ya se han viajado por todo el mundo.

—Quién fuera ellos, yo con mi humilde laburo de oficinista apenas puedo costearme un viajecito.

—No pues, comerciante tienes que ser, en grande tienes que pensar. Eso harto dinero da. Con eso, grave siempre has de viajar. 

Mientras lo miro con una cara de escepticismo, pero también con credulidad y lamento no haber nacido comerciante, me dice que él también se dedica a los negocios y me muestra una caja mediana que saca debajo del asiento.

—Por eso pues estoy llevando estos sombreritos, por su material lo buscan y en el exterior su precio puede subir.

Me muestra entre las manos un sombrero negro de chola, al que suavemente acaricia como si tuviera miedo de estropearlo. Los veo a él y al sombrero, como si fueran uno sólo en el mismo cuerpo, y me uno a ellos ansioso, como si de esa forma pudiera empatizar con sus sentimientos, pero no. Comprendo que lo que para él ha sido el recorrido de su vida, para mí es sólo un momento de distracción.

Luego entiendo que no somos iguales, y que aquel diente de oro que tanto ruido me hace cuando lo veo sonreír, yo jamás podría llevarlo como una obra de arte.

—Se ve fino. ¿Qué material es?

—De pelo de conejo lo hacemos, por eso es caro. Estoy yendo a dejar un par a mi tía para que me lo promocione y me lo venda. Si veo que funciona, voy a ir mandándole mayores cantidades. Así nomás es.

—¿Y tú crees que lo compren? ¿Muy caro es?

—Si en La Paz las cholitas no se hacen lío de comprarlo, para estos árabes mil dolarcitos no es nada. Si este par lo vende mi tía, facilito dos mil dólares me gano de one.

Quedo sorprendido de la facilidad con la que mi acompañante de unos cuarenta y pico años, de rostro color cobre y ojos achinados y de un castellano mal hablado, me relata su mundo y el de sus próximos, en el que pareciera tan fácil crecer lejos del hogar. Yo soy pues un crío a su lado, no sé nada de negocios y me conformo con tener un escritorio que me asegure la jubilación. Es en estos momentos que agradezco que nadie haya querido acompañarme, pues me habría perdido la historia y su lujo de detalles.

A ver pues… seguiremos… qué más tendrá para contarme este amigo.

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