Los dedos rojos de Eladia

Por Claudia Escobar

—¡Te estoy esperando!— Le gritó ansioso el patrón a Eladia.

Al interior de la mansión, Eladia temblaba, como siempre lo hacía cada vez que subía por aquellas gradas serpenteantes que parecían no tener un fin. Ella ya lo sabía, con tan sólo mirar a través de la rendija de la puerta que daba a la habitación del dueño de casa, del patrón. Impávida por la costumbre, entró sigilosamente, cerrando tras ella la pesada puerta de roble.

—Ahhh, ahhh— gemía el hombre sacudiéndose tempestuosamente sobre el delicado cuerpo de Eladia, mientras ésta, sentía como le goteaba caliente por la frente la saliva espesa, que se contorneaba cínicamente por la barba gris del viejo panzón.

—Muchachita, cómo me gustas así estrecha y mojada. ¿Te gusta? ¿Quieres más? No llores, aunque si quieres, hazlo, que me enciendes.

Hace un año, Eladia y su padre llegaron a la finca de un ex militar de apellido Barrendo, ubicada en el valle alto de Cochabamba. Desde la muerte de su madre a causa de los severos golpes del marido, Eladia y su progenitor huyeron de Oruro, más que todo, porque el hombre estaba envuelto en líos y debía escapar.

Al llegar al lugar, no podía concebir la belleza que en sus pupilas se dibujaba. El campo verde y azaroso, rodeado de gigantescos platanales; era aquel sueño que siempre había bordeado. Pero no fue la única que quedó impactada, el viejo Barrendo también lo hizo, ni bien la vio tan joven y virginal.

Cuando al fin, el hombre había terminado, se levantó de la cama, se vistió y pidió a Eladia que se vaya y apresure a la cocinera, pues el hambre lo carcomía. La muchacha asintió con la cabeza, se metió entre sus trenzas, se puso la ropa de bayeta que tenía, y al simple chasqueo de los dedos, salió de la habitación como alma en fuga. Lloraba.

—¿Por qué yo? ¿Qué hice mal? — Se decía, mientras recostada sobre el jardín las lágrimas le enjuagaban los pómulos. — Algo tengo qué hacer…

Entonces, llegó el día, las primeras notas del gallo sacudían la mañana. Eladia no había dormido, tenía sangre en las manos y en el poncho de lana tejido por su madre, los ojos parecían salirse de su órbita y el sudor le empapaba el cuello. Acostado a sus pies yacía el cuerpo moribundo de su padre. —Tú me vendiste con el patrón. ¡Maldito hijo de puta!— gritaba por dentro. Debajo del poncho y de una blusa de bayeta puesta, el arma homicida: un cuchillo, era cómplice de su secreto.

Luego, sostenida en su propio aliento, subió aquellas gradas serpenteantes sin fin, esta vez resuelta, se dirigió a la habitación del viejo Barrendo, lo vio acostado en un profundo sueño; de prisa, clavó el cuchillo, una y mil veces, hasta que aquello que se apoderaba de ella fuera expulsado de su alma. Cuando al fin salió del trance, ya era tarde. Miró sus manos, tocó sus dedos bañados en ese rojo sangre y arrojó violentamente el arma. Ahora, un destino nuevo le esperaba.

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