Diez de Espadas

Por Laurentina

Diseño de portada: Valeria Torrico

Una de las cosas que siempre me ha sorprendido de Renato, fue su renuente escepticismo relacionado con todo aquello que se tratara del destino y los designios misteriosos de nuestra existencia en la vida. Él no creía ni en la astrología, ni en Dios, ni siquiera se consideraba convencido sobre la reencarnación o los propósitos del ser. Y cada vez que le preguntaba acerca de su motivo para existir me respondía lo mismo: Es el azar.

Lo que sí fue azaroso, fue aquella feria que se instaló en la plaza del barrio donde vivíamos. Primero se asentaron un par de carpas en el lugar y luego, poco a poco, fueron llegando las mesas, las sillas, las personas. Al cabo de varias horas habían luces de colores y venta de todo, adornando el centro de la plaza, entre las jardineras y los árboles.

Renato me acompañó sin poner ninguna excusa. En verdad pensé que se negaría. Se me habían ocurrido a mí antes al menos unas cincuenta y cuatro razones para no asistir a la feria. Razones, o excusas, que iban desde el frío que hacía, los precios de las baratijas que se vendían y el tiempo que perderíamos y que podríamos haber aprovechado haciendo algo más productivo.

Pero no sucedió. Renato dejó sobre la mesa de noche el libro que leía y se quitó las gafas, intercambiando el accesorio por un abrigo largo que siempre tenía colgado en el perchero de la habitación.

Salimos de casa tomados del brazo, como siempre, y caminamos las pocas cuadras que nos separaban de la plaza sin conversar. Eso también era habitual.

Cuando estuvimos a unos cuantos metros de la plaza, ya podíamos divisar las luces, la música y a las personas que llegaban a contracorriente con las que se iban.

Cuando entramos en la jungla de carpas, procuré no pasar demasiado tiempo mirando los cuarzos que estaban en exposición y que hablaban sobre energías terrenales y transfiguración de espíritus. Sabía que a Renato le aburrían esas cosas, y si estaba de mal humor, era capaz de debatir con el mismísimo presidente solo para tener la última palabra.

Observaba un cuarzo cristal detenidamente, luego de conocer el precio agradecí y dejé la pieza sobre la mesa nuevamente.

—¿Renato? —lo llamé en cuanto volteé.

A mi lado no había nadie. Creí que se había ofuscado y se había ido a dar una vuelta por su cuenta. Pero justo cuando me disponía a salir de la jungla de carpas, lo vi encaramado sobre una pequeña mesita redonda, donde una mujer barajaba unas cartas y lo miraba fijamente.

Me acerqué y, conforme mis pasos me llevaban hasta él, lograba escuchar también lo que hablaban entre ellos.

—¿Y qué significa que haya salido “La Torre”, ¿que viviré dentro de una? —reconocía el sarcasmo en su voz, y no solo en ella, sino en la delgada línea que formaban sus labios cada vez que desaprobaba algo.

—Significa “ruptura” —le contestó la adivina. —Pronto, muy pronto, dejarás ir algo muy importante, o, mejor dicho, se apartará de tu vida abruptamente sin que sepas exactamente qué sucedió.

—¿Eso es algo bueno?

—Es subjetivo —la mujer continuaba barajando las cartas sin apartar la mirada de Renato. —Usualmente lo que abandona abruptamente su lugar es porque había algo que no funcionaba o que necesitaba ser cambiado.

—Continúa.

—As de copas invertido, un sentimiento profundo y auténtico que debe permanecer escondido.

—¿Cómo una relación clandestina?

—Puede ser eso, o simplemente no es correspondido.

Por un momento dejé de distinguir si Renato hacía aquellas preguntas solo para probar la coherencia y la paciencia de la adivina, o si realmente tenía curiosidad sobre saber lo que una baraja de tarot tenía para decirle.

—Los enamorados, es una carta de elecciones.

—Pensé que sería una carta sobre amor.

—Tenemos una idea errónea, la mayor parte del tiempo, sobre lo que significa estar enamorados. Es tomar una elección cada día, a cada minuto; ¿estar solos o estar en pareja?, ¿elegir un camino o elegir el otro?

—¿Y es algo bueno? —tras esa pregunta de Renato, la adivina bufó y las cartas que acababa de barajar chocaron con un golpe sordo sobre la mesa. Quizá finalmente había logrado colmarle la paciencia.

—Sigue siendo subjetivo. En conjunto, tus cartas indican una relación clandestina o no correspondida que causa la ruptura abrupta de algo que formaba parte de tu ser o de tu zona de confort. Las cartas te instan a tomar una elección definitiva, sea para bien o para mal.

Desde mi posición vi cómo la mirada de la adivina se volvió sombría. Sus manos acariciaron las cartas y, esta vez, en lugar de mirarlo a él, su cabeza se giró suavemente y noté sus ojos clavados en mí, pese a la distancia prudente que había mantenido de la carpa para evitar estropearlo todo para Renato.

—Diez de espadas —sentenció la adivina. No había dado explicación alguna a Renato, pues él se había apresurado a tomar su teléfono móvil y tecleaba algo en la pantalla con sus dedos moviéndose presurosamente. La adivina no había sacado esa carta para él. La sacó para mí.

Una corriente helada recorrió mi columna vertebral en cuanto me di cuenta de aquello. Renato dejó de lado su distracción y volvió a guardar el teléfono en el bolsillo.

La adivina se inclinó hacia él y le susurró algo, mostrándole la carta del diez de espadas. Esta vez Renato sí sonrió, la adivina no, ella mantenía la expresión impasible y serena.

Renato sacó un billete de su bolsillo, pagó a la adivina antes de salir de la carpa y meter ambas manos en sus bolsillos arrebujándose del frío.

—¿Qué te dijo? —le pregunté en cuanto se acercó hacia mí, sorprendido por verme espiando su reciente travesía.

—Tonterías, ya lo sabes —me respondió quitándole toda la importancia que aquello tenía.

—Del diez de espadas, ¿qué te dijo? —insistí.

—Una estupidez, Marcela, por favor. Dijo algo sobre un ciclo de dolor que llegaba a su fin y qué se yo.

Renato volvió a tomar mi mano con calidez, y en lugar de dejarlo pasar, le dediqué una última mirada a la adivina dentro de la carpa. Ella ya no me miraba, pero veía con mucha concentración una carta sobre el centro de la mesa. El diez de espadas.

Renato y yo regresamos a casa luego de darnos el pequeño placer culposo de cenar hot dogs. Él se metió a la ducha y dejó su abrigo sobre el perchero.

Debió ser la mirada de la adivina, o algo que controlaba mis pies en ese momento. Me acerqué a su abrigo y metí las manos en los bolsillos. Su teléfono móvil todavía estaba allí. Dejé que fuese el sonido del agua de la ducha cayendo el que me anunciara si lo que hacía estaba bien o estaba mal.

El móvil de Renato llevaba contraseña, y aunque yo no la supiera, podía ver las notificaciones pendientes que tenía en la pantalla de descanso.

Un mensaje de texto le había llegado:

“No, amor, no tengo ninguna amiga que lea las cartas… ¿Por qué?

¿Estás temeroso por el futuro?”

Cuando Renato salió de la ducha, debió encontrar su teléfono móvil sobre la cama junto con mi anillo de compromiso.

El diez de espadas es el fin de un ciclo de dolor, o de cargas dolorosas. Soportar una mentira por tanto tiempo lo único que hacía era clavarme esa espada, una tras otra en

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