Bien mirado, tu estado contemplativo era lo que la casa quería decir

Por Raffaella Lanza

Primero, te acercaste desde la calle a la puerta de casa y lo que piensa una persona con techo es que sólo un loco prefiere dormir afuera con quién sabe qué clase de bullicio, las extremidades más o menos cubiertas de cartón o la piel, en fin, terminando por acartonarse.

Pero he aquí el mejor de estos locos frente a mi puerta: pasa el umbral de la puerta y se acomoda incluso como si yo fuera la que ahora ha renunciado a esa casa y escucha atentamente, entrecierra los ojos buscando la historia de la casa, pero en cambio me tiene a mí que puedo contarle los averíos que ha tenido.

Dice que me visitará la siguiente semana cuando venga el plomero.

Y llega la siguiente semana y entran ambos; el plomero está desarmándose de risa de mi amigo y de mí.

Le habrá parecido cómica nuestra necesidad uno del otro, sobretodo porque mi amigo de la calle no ha querido decir una sola palabra: entra, me mira generosamente y luego supervisa el porvenir del día.

El plomero me pregunta que de quién es la casa y le digo que claro que es mía y que cómo se viene a imaginar que el loco pudiera conservar una casa. Los tres nos despedimos.

pienso para mí,

Se queda el viernes, el sábado y el domingo llega aún más sucio, pero con mayor seguridad.

Entonces se encienden mis mejillas de la rabia y empiezo a lanzarle cometas:

«¿Por qué no piensas en mí?» ¡Un día de estos voy abrazarte! ¿no te parece injusto recibirme sin un poco de higiene? Y ahí mismo me acerca su oreja al pecho y siento que me brota una lágrima, no le ha importado nada de lo que he dicho ¡pero me quiere escuchar!

(En este punto puedo decir que tener un amigo como él, me hizo tener el corazón hinchado durante varios meses. Esta circunstancia, totalmente anormal en mi vida, ha sido tan grandiosa como dolorosa. Me acostumbré a sentirlo en el pecho y una vez que pasa eso se tiene la sensación de expandirse unos buenos centímetros lo cual en nuestra anatomía es todo un evento.)

Me pregunta “¿Cuánto tiempo vas a vivir en la casa?» Y le respondo que muy poco. Desde ahí discutimos un poco o al menos sé que se desencantó de mí. Le ofrecí dormir a su lado y me aceptó esto como perdón y pagaré.

Luego le pregunto que por qué no quiere compartir la casa conmigo (esto le hizo enojar muchísimo, apenas alcancé a verle los dientes refunfuñando y el corriendo a toda prisa exigiendo que lo deje salir).

Lo esperé algunos días y regresó. Abro la puerta y él está otra vez en el umbral, entra y me entrega unas alas.

¡Esto es lo que hay afuera! – me sorprendo. Yo soy la única ciega que no ha podido verlo. Afuera hay libertad. Ahora yo comprendo a mi amigo y lo abrazo.

Pero al abrazarlo se vuelve más delgado. Y yo quiero abrazarlo más fuerte y recién me doy cuenta que ha estado enfermo sin contarme nada y vuelvo a lanzar otro cometa:

«¡Por qué no has dicho nada!»

Por primera vez él llora y no soy capaz de contenerle. Sus ojos son de oro puro y me los regala al despedirse, con estos ojos suyos entiendo por qué se iba: todo el Universo se mira como nuestra casa.

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